Se oyen pisadas. La llave gira en la cerradura. ¿Qué coño pasará ahora? Quizá le hayan dado permiso al guardia para machacarme los sesos.
El guardia número uno viene con un compañero y detrás de ellos entra un hombre pequeñito, con la cabeza como pinchada en un palo. Viste con bata blanca. Ordenan a Hector que se ponga en pie. Las piernas le fallan. El guardia que quiere partirme los huesos lo carga a hombros.
—¿Adónde lo llevan? —salto a voces—. Déjenlo en paz, no lo toquen.
El hombre de la bata levanta una mano pero no contesta.
—Déjenlo en el suelo —grito—. Déjenlo en paz, déjenlo de una puta vez. Si le hacen daño, no cuenten con mi ayuda.
No soy más que un insecto. El segundo guardia me aparta de un empujón tan violento que aterrizo hecho un guiñapo en el mismo sitio donde antes de encontraba Hector. El suelo está mojado. Se ha hecho pis. Se van todos, dando un sonoro portazo. Yo me levanto y me lanzo contra la puerta, una y otra vez. Las luces se apagan.