Las luces se apagan.
—Siempre hacen lo mismo: apagan, encienden, así una y otra vez. La idea es volverte loco. Y puede que lo estén consiguiendo —dice Hector.
No quiero que piense en cosas negativas. Pero en la oscuridad de esta celda de lata nada suena demasiado alegre.
—¿Te duele? —le pregunto—. La mano.
—Sí. No —responde.
Apoya la cabeza en mi hombro. Está ardiendo. Iba a contarle lo de mi piedra, pero ahora lo único que me viene a la cabeza es cómo escapar de este sitio. Hay que localizar al señor Lush. Hector necesita medicinas.
Ojalá pudiera verle la cara. Lo único que oigo es esa serpiente de cascabel silbando en su pecho.
Las palabras enmascaran el ruido.
—Cuando te fuiste, sentí un vacío enorme —le digo—. No podía ir por ahí con semejante vacío en el corazón.
Hector no dice nada pero sé que me escucha. La única medicina de la que dispongo es la palabra.
—Este mundo sin sentido solo tiene sentido gracias a ti. Tú me diste botas especiales para que pudiera caminar por otros planetas. Sin ti, me siento perdido. No sé si tirar a la derecha o a la izquierda. No veo el mañana, solo kilómetros y kilómetros de ayeres. Ahora que te he encontrado ya no me importa lo que ocurra. Por eso he venido hasta aquí. Por ti. Porque te quiero. Porque eres mi mejor amigo. Mi hermano.
—Nunca debí salir a buscar aquella pelota —dice Hector con voz adormilada.
No se me ocurre que decir a eso. Ya solo veo el vacío entre sus palabras.
La voz de Hector se apaga. Se ha dormido. Lo único que se oye es la carraca de su rasposa respiración.