Ochenta y seis

No veo a Hector. Solo oigo su voz. Es un bulto, una sombra en el rincón. Me siento a su lado.

Él se acerca a mí.

Sé que no se encuentra bien.

Lo conozco mejor que a mi propia cara.

Sé lo que está pensando.

Está pensando que qué demonios está haciendo aquí Standish.

—¿Qué te han hecho?

—Nada grave —dice—. Aún me quedan ocho dedos.

—Deberías tener diez.

—El meñique se lo entregaron a mi padre después de matar a mi madre.

Habla con voz débil. Apenas lo oigo.

—No lo entiendo —digo—. ¿Por qué?

—Para darle a entender a mi padre que la cosa iba en serio. Que si se negaba otra vez a cooperar con los peces gordos me matarían a mi también. Solo que más lentamente.

A Hector le cuesta respirar.

—¿Qué hizo tu padre? —le pregunto.

Tarda un rato en responder. Es un secreto que tiene prohibido revelar. Aunque yo ya sé la respuesta. Pero necesito oírla de sus propios labios para creerla.

Trabajaba como científico para el gobierno —responde en un susurro—. Su sueño era conseguir que el hombre llegara a la luna. A la Presidenta le gustó su sueño. Pero luego, cuando mi padre vio como la Patria trataba a sus obreros, se negó a seguir trabajando para ella. —Tiene la voz débil y parece sin resuello—. A las personas como mi padre las llaman «agentes en las sombras». Nosotros sabíamos que algún día terminarían sacando a papa al sol. Lo necesitaban.

Supongo que para que una luna falsa parezca auténtica y para que una nave espacial alunice y un astronauta pasee por la superficie lunar han de ser necesarios muchos científicos.

Hector habla muy bajito.

—Mientras mi padre siga cumpliendo sus órdenes, me darán de comer y me cambiarán las vendas. Si no las cumple, me cortarán otro dedo.