Ochenta y cinco

—Tienes suerte —dice el guardia—. El último chico se nos murió.

Bajamos por una escalera metálica de caracol que parece no terminar nunca. Al pie de la escalera hay un pasillo blanco interminable. El pasillo está flanqueado por dos hileras de puertas metálicas con gruesos cristales como de submarino en la parte superior. Continuamos avanzando. El lugar parece desierto. Siento como si me estuvieran enterrando vivo. El aire huele a metal y a tierra.

Pero seguimos andando.

Me pregunto qué habrá querido decir el guardia. ¿Soy hombre muerto o habrá un mañana para mí? No pregunto. Algo me dice que para él sería todo un placer darme la callada por respuesta. Se detiene ante una puerta con aspecto idéntico a todas las demás. Abre la cerradura y empuja la puerta. No veo más que oscuridad. A lo peor no me había equivocado; van a dejarme morir aquí y nadie sabrá nunca nada.

El guardia me hace cruzar a empujones y la puerta se cierra tras de mí con el sonido a eternidad tras los cerrojos.

Intento acostumbrar la vista pero no veo nada. No tengo idea de si la celda es grande o pequeña, solo percibo su oscuridad fría y húmeda. Un rato después me doy cuenta de que no estoy solo. Hay alguien más aquí dentro. Ese alguien me habla.

—¿También han cogido a tus padres? —me pregunta—. ¿Sabes hasta qué punto te quieren?

No respondo. Es una voz entrecortada pero la reconozco.

—Al último niño no le querían mucho, ¿sabes? Acabaron matándole.

Me acerco a la voz, con los brazos extendidos al frente.

—No te acerques —me dice. Pero no le hago caso—. ¡He dicho que no te acerques!

Sigo avanzando hasta que percibo que me he acercado lo suficiente a él como para que me oiga susurrarle.

—Hector. Soy Standish.