Ochenta y cuatro

Debe de ser tarde. Estoy tan mareado que ya no sirvo para gran cosa. Por fin, me quitan el arnés. Observo. El gancho con el cable invisible no será difícil de soltar. Lo que me preocupa es cómo demonios me las voy a arreglar para salir de esta maldita trinchera a toda prisa. Si no lo consigo, no conseguiré levantar el letrero y el mundo nunca se enterará del montaje.

Empiezo a pensar que lo de ofrecerme como voluntario ha sido una idea muy brillante. De pronto respiro, con alivio mayúsculos; el operario del mono marrón me muestra unos peldaños en los que no me había fijado, pegados a la pared de la trinchera. Tomo nota del lugar exacto e intento calcular el tiempo que me llevaría subirlos, una vez me libre del cable invisible. Luego ya simplemente me quedará alcanzar la superficie lunar mientras voy quitándome el fajín por el camino.

Aún no he planteado nada para el «¿Y luego qué?». Si consigo llegar a la superficie lunar será ya como para echar campanadas por el campanario.

Salgo de las trincheras y me encuentro al doble canalla del señor Gunnell, esperándome.