Ochenta y tres

Qué demonios he hecho, pienso. El guardia este parece dispuesto a hacerme picadillo. He desperdiciado mi única oportunidad de llevar a cabo ese plan, de enseñarle al mundo entero el mensaje del abuelo. Idiota. ¿Y todo por qué? Por un vaso de agua.

En esas cavilaciones estoy cuando el astronauta abandona la sala. Aparece un hombre con la bata blanca. Llama al guardia. El guardia sale a su vez de la sala y aquí me quedo, solo con el de la bata blanca. Se planta delante de mí y me mira de frente —bueno, de frente no, más bien de medio lado—, como si estuviera ante un alienígena. Siento deseos de decir que soy del planeta Juniper. Pero no lo hago. Bajo la vista hacia el suelo de cemento.

—Eres el primero que lo ha conseguido. Tienes salud, no como los otros.

Levanto la mirada hacia él.

—¿Y eso qué quiere decir? —le pregunto.

—Que tienes energía.

—Porque soy un recién llegado, señor.

No me contesta. Quizá no debería haber dicho eso.

Qué alivio cuando vi entrar al guardia con un vaso de agua y un trozo de pan moreno, no os lo podéis imaginar.

Pan moreno.

Algo me dice que tengo las horas contadas.

Bebo. Como.

Intento pensar que es buena señal que me hayan traído pan y agua. Que significa que volverán a engancharme al arnés. Pero no. El guardia —el que parece hermano del señor Gunnell— me lleva afuera. Pero ¿adónde? Eso es lo que me tiene con el alma en un hilo. Me duele la cabeza solo de pensarlo. Seguro que el del abrigo de piel descubrió ayer el túnel, ató cabos y le salió un ovillo. Es posible que el de la bata blanca haya ido con el cuento a sus superiores. Al menos seguimos avanzando. Quiero ver una buena señal en ello. Nos dirigimos otra vez hacia el plató lunar. De pronto caigo en la cuenta. ¡Jobar! Puede que al no verme útil como contrapeso de la gravedad hayan decidido mandarme con los millares de obreros que están limpiando la superficie lunar. Me consuelo pensando que desde ese ángulo quizá sea mucho más fácil salir huyendo con el letrero en alto que atrapado a un arnés.

Vaya, ese consuelo acaba de irse al garete.

Me muestran una trinchera excavada en un pliegue de la superficie lunar. Es alargada y estrecha y forma un recodo. Además, tiene la profundidad suficiente como para poder desplazarse por ella sin que nadie te vea.

Dentro hay un operativo vestido con un mono de trabajo color marrón. Me bajan de la trinchera y el del mono marrón me coloca correas por delante a modo de mochila. Observo sus movimientos con atención. Luego me engancha unos cables invisibles al arnés.

No veo una puñetera mierda desde aquí abajo. De pronto, los pies se me levantan del suelo y el del mono marrón me mueve de un lado para otro como si fuera una marioneta.

Pensándolo bien, es lo que soy. Soy el peso muerto que da ingravidez al astronauta. Doy botes por la trinchera, arriba y abajo, hasta que no puedo más.