Ochenta y dos

El laboratorio es un espacio feo y funcional sobre el que ondea una enorme bandera de la Patria. Sé que dentro es donde realizan sus experimentos. Me lo dijo el hombre de la luna.

Nos hacen subir por unas escaleras y luego discurrimos por un amplio pasillo. Nos pesan, nos miden. Naturalmente, soy el que más pesa de los tres. Espero que eso no me delate. Nos han colocado un número a cada uno para identificarnos y nos hacen pasar a una estancia larga y estrecha, con una especie de espejo de dos caras al fondo. Nos ordenan que miremos al frente y después de perfil. La persona sin rostro que nos observa al otro lado del cristal nos va llamando por nuestros números, hasta que quedo solo en la sala.

Eso quiere decir o bien que he ganado un premio o que ha llegado mi hora. Intento ser positivo pero navego en un barco a la deriva. Estoy cagado de miedo.

Un guardia me conduce por otra serie de pasillos. Dos puertas batientes con ojos de buey se abren a una estancia más amplia, de trechos más altos. En lo alto, cerca del techo, hay una viga de metal de la que cuelga una soga. Y en el suelo, sacos de arena. En la pared de enfrente veo una ventana: me observan pero yo no puedo ver a quienes me observan. Por un momento pienso, horror, van a colgarme y nunca he llegado a tomarme una croca-cola, nunca me he montado en un Cadillac y nunca, nunca, he besado una chica. Todos esos «nunca» serán lo único que me lleve al otro mundo.

Me atan a un arnés sujeto con otro gancho al extremo de la soga. Luego atan los sacos de arena al arnés a modo de lastre. Un hombre con traje y botas de astronauta idénticos a los que nuestro hombre de la luna, solo que mucho más limpios, entra en la sala. Su rostro se desvanece bajo los destellos de un visera de cristal dorado. A él también le están sujetando a algo. No consigo ver a qué.

Un hombre con una bata blanca me dice:

—Cuando te demos la orden tienes que subir y bajar por la cuerda.

Al hacerlo comprendo por qué me han escogido a mí. Mis pies se levantan. Del otro extremo de la cuerda, sujeto por unos cables prácticamente invisibles, cuelga el otro astronauta. No sé cómo pero el peso de mi cuerpo moviéndose arriba y abajo hace que el astronauta se levante del suelo lo justo para que parezca que no hay gravedad. La cuerda corre a todo lo largo de la viga.

Un rato después, tengo tanta sed que no puedo con mi cuerpo. El arnés da un calor que no os podéis imaginar. Me quedo quieto. Dejo de dar saltitos arriba y abajo. Un guardia se acerca a mí. Podría ser el hermano gemelo del señor Gunnell. Eso suponiendo que el señor Gunnell tuviera un hermano gemelo, y que no llevara tupé. Los dos tienen la misma mirada asesina. Y la cabeza completamente plana por detrás.

—Muévete. —Me aguijonea el costado. Como si fuera una res colgando de un matadero.

El astronauta está ahí plantado esperando. Me da igual. Quiero un vaso de agua.