Hay otros dos chicos más o menos de mi edad que no se han ofrecido voluntariamente. Pero los sacan a rastras del pelotón de todos modos. Oigo a una mujer decir a gritos un nombre de chico. El chico, mayor que yo, se estremece al oírla. Nos obligan a salir del plató lunar en fila india. Jobar, tendría que haber prestado algo más de atención. Igual acabo de ofrecerme voluntario para limpiar las pestilentes letrinas esas. Ahora hemos salido a la luz del día, nos han conducido hacia el aparcamiento del que el hombre de la luna nos habló a mí y a la señorita Phillips, repleto de camiones que parecen pastillas romboidales metálicas. Sí, el caso es que, una vez que todos estos miles de obreros lunares hayan cumplido su función, serán premiados con una bonita pastilla de jabón y un bonito baño de gas.
Cuanto más veo, más dudo poder hacer algo, aparte de terminar como todos los demás. Siendo pasto de los gusanos. Los otros dos chicos que me acompañan están tan flacos que a su lado llamo la atención. Eso me preocupa. De todos modos, no parecen tan famélicos como otros que he visto por ahí. Aunque eso no me sirve de consuelo. ¿Y si es una trampa? ¿Y si el del abrigo de piel descubrió anoche el túnel y ha detenido al abuelo, a la señorita Phillips y al hombre de la luna y ya sabe que me traigo entre manos? El recinto está plagado de pulgones verdes y de oficiales. Nunca había visto tantos juntos. Creo que me he metido en un nido de insectos.
Dejamos a un lado las letrinas, los camiones estacionados a la espera. Buf, qué alivio. Bueno, al menos eso espero, que sea un alivio.
El hambre te hace ver las cosas descarnadamente. Esta no es forma de vivir, y esos rombos plateados no son forma de morir.