No recuerdo gran cosa hasta que se encienden las luces. Suena un timbre y, una tras otra, las literas se desocupan. Todos se levantan y se cuadran como si fueran robots. Los pulgones verdes entran tirandose unos pastores alemanes con aspecto feroz. Hacemos cola delante de una bomba de agua para poder lavarnos.
La mujer que me ofreció compartir su camastro de madera me dice:
—Bebe. Mójate la cara pero sobre todo bebe tanta agua como puedas.
No es tan sencillo como parece. Los guardias no quieren que bebamos. Hacemos cola de nuevo. Nos dan un mendrugo de pan a cada uno, colocado al través sobre una taza de té con leche. A continuación nos conducen en fila india hacia el palacio mientras las siluetas que atisbé anoche desfilan junto a nosotros en dirección contraria, arrastrando los pies extenuados. Van a acostarse en los camastros de madera que nosotros acabamos de desocupar.
Jobar. Una vez estás dentro del monstruoso edificio y ves la luna esa con tus propios ojos, te das cuenta de que ocupa por completo esta enorme y espantosa bestia. Hombres con batas blancas pululan por todas partes tomando medidas precisas de todo.
Nuestras órdenes de hoy consisten en colgar los telones de fondo que harán las veces de cielo y colocar las estrellas en su lugar correspondiente. A la Patria le entusiasman los detalles. La burocracia y los detalles. Todos hacemos fila. No os podéis imaginar lo irreal que es todo esto. Una ciudad de obreros lunares. Al menos con todo este gentío no llamaré la atención. Según me dijo el hombre de la luna, el único modo de acercarse al plató es ofrecerse como voluntario, cosa que nadie hace nunca. La razón: que si fracasas o uno de los oficiales la toma contigo, tienes el tiro en la cabeza asegurado. Y con un tiro en la cabeza no hay quien discuta.
Quizá que me lo piense un poco más. A lo de ofrecerme voluntario, me refiero, porque parece que mi valor no se ha despertado al mismo tiempo que yo esta mañana. Ojalá que el abuelo, la señorita Phillips y el hombre de la luna hayan conseguido escapar porque lo que es yo lo dudo mucho.
—Tú, el de ahí —oigo decir.
—¿Yo?
—Sí, tú.
Me apartan del pelotón. Estoy en el filo de la luna, percibo su polvo plateado por el agujero de mi zapato.
—¿Has oído lo que he dicho?
El oficial lleva un revólver en la mano y parece como si el arma estuviera pidiendo hacer prácticas de tiro. Ahora entiendo por qué el señor Gunnell ardía en deseos de formar parte de este hatajo de gusanos.
—Sí —contesto.
Porque, si bien es cierto que tenía la cabeza en otra parte, eso no significa que no estuviera escuchando. Necesitan voluntarios. Lo único que no he captado —desgraciadamente— es para que quieren a esos voluntarios.
Levanto la mano. El oficial del revólver que parecía ansioso por encontrar una cabeza contra quien dispararlo se diría decepcionado casi. Un pulgón verde me aparta bruscamente del pelotón.