Setenta y nueve

El hombre de la luna me contó que aquí había miles de obreros muertos de hambre trabajando. Veo muchas siluetas de personas, de pie en el lado oscuro de la luna. Me encuentro ante el plató cinematográfico más impresionante que jamás se haya construido, un plató que determinará el curso de todas nuestras vidas, que cambiará el rumbo de la historia. El mundo está a punto de tragarse una burda e intragable patraña. Y yo, Standish Treadwell, soy el único que tiene un plan.

La oronda señora vuelve a su puesto y, mientras el oficial se aleja, masculla algo entre dientes. Observo que tiene un látigo que se le ha caído al suelo y siento una gran tentación de apartarlo de allí de una patada. Pero me contengo.

—¿Número? —me dice la mujerona a grito pelado.

—Hum…, pues se me da fatal recordar números —le contesto. Aquí el papel de tonto me viene de perlas.

La señora descorre la cortina. Y entonces yo me digo para mis adentros; acérquense y miren, bienvenidos a la antesala del infierno.

Dentro se alza una litera tras otra, dos tablones de madera en cada camastro, sin mantas ni nada con lo que cubrirse. Duermen todos con la ropa puesta, zapatos incluidos. Parecen cadáveres encogidos, sus ropas el único recordatorio físico de que en otro tiempo tuvieron cuerpos que cubrir.

No hay un solo camastro libre.

Se me ocurre colarme tal vez bajo una de las literas cuando oigo a una mujer que me dice:

—Ven aquí, guapo, mejor que compartas la cama conmigo.

Está tan delgada que da pena verla, tiene los ojos hundidos.

—¿De dónde eres? —pregunta.

—Estoy perdido —contesto.

—Y quién no.

Qué cruel nación es la monstruosa Patria. Me asombra que nadie se haya lanzado al cuello de la muy puta para asfixiarla.