Setenta y ocho

Sé que soy hombre muerto. Lo único que me queda por saber es que clase de muerte me espera.

Ahora veo lo que Hector vio al cruzar al otro lado. La trampilla queda completamente oculta entre zarzas y ortigas. Al abrirme paso entre la maleza, me hago un jirón en los pantalones y rasguños en las piernas.

Me sacudo la tierra de encima todo lo que puedo, el resto me la froto por el cuerpo. Tengo un aspecto cochambroso y la sangre me corre por las piernas. Trepo hasta donde antes estaba el prado. Ahora parece un campo de batalla, ocupado por camiones y tierra removida. Desde aquí diviso el viejo y monstruoso palacio, con su enorme ventanal de cristal mirando fijamente todavía.

Sé que dirección he de tomar. Llevo el croquis que me dio el hombre de la luna registrado en el cerebro, aunque las letrinas quedan más lejos de lo que imaginaba. Hay tanta luz que parece que va a caer la tarde en lugar de la noche.

Es curioso lo sencillo que parece todo cuando no es más que una idea. Creía tenerlo todo perfectamente calculado. Mi plan era colarme, encontrar a Hector, arrojar la piedra y escapar juntos los dos. Es la puñetera realidad la que te desbarata los planes. Avanzo hacia las letrinas, que no quedan muy lejos del monstruoso edificio. Sería capaz de dar con ellas hasta con los ojos vendados, huele a mierda que atufa. Veo el reflector, un ojo en el cielo que viene a delatarme con un guiño. Ahí viene, Standish, ahí viene.

—¡Alto! —grita uno de los guardias cuando el haz de luz del reflector me clava en el sitio.

Oigo a gente correr. Dos pulgones verdes se abalanzan sobre mí y me llevan junto a un hombre al que no consigo verle la cara; la luz a sus espaldas me deslumbra.

Por favor, pienso, que no termine todo antes de que pueda hacer algo. Que no sea el hombre del abrigo de piel. Me tapo los ojos.

—Apartad ese foco —grita el hombre.

Lo veo recortado en un amarillo eléctrico. Observo con alivio que no es el hombre del abrigo de piel, sino un oficial.

—¿Qué coño estás haciendo aquí? —me dice a gritos.

Contesto en la Lengua Madre, con mi mejor acento.

—Cagando, señor.

—¿Por qué ahí abajo?

—¿Usted ha visto las letrinas? Apestan tanto que ni las ratas se acercan.

Aguardo a que me cruce la cara de una bofetada. Pero no lo hace.

—Has cagado a gusto, ¿no? —me dice—. Por la pinta de esas piernas… —Suelta una risotada—. Así que no te gustan las instalaciones, ¿eh?

Algo me dice que no debo contestar a esa pregunta. El lanzagranadas este no parece muy equilibrado que digamos.

—¿Estás en el turno de día?

Asiento.

El oficial me conduce marcialmente hacia una caseta, donde hay una enorme mujer sentada a la puerta. Tras ella, una cortina de arpillera tapa lo que hay al otro lado. La mujerona se levanta. Y la silla con ella, pegada al culo.

Lleva uniforme de enfermera pero no creo que la enfermería sea lo suyo.

El oficial se ha puesto a darle gritos a la mujerona como un energúmeno. No merece la pena traducirle —ya os podéis hacer una idea de lo que está diciendo—, pero aprovecho el momento para espiar lo que hay al otro lado de las puertas abiertas del palacio. Por lo que parece, la luna se ha estrellado contra la Zona Siete.