Setenta y siete

La señora Phillips ha subido de la Calle Sótano y ahora está sentada en el último peldaño, en la penumbra.

Sé lo que ha venido a hacer. Ha venido a decirme el indecible adiós.

El abuelo abre la puerta que da al jardín y la mira.

El adusto rostro de la señorita Phillips está lleno de morados y suavemente empapado de lágrimas. Ella asiente.

Fuera, la luna se alza por encima del muro. El abuelo derribó el refugio antiaéreo después de que apareciera el hombre de la luna. Todo lo que queda de él se apiló cuidadosamente de manera que tapara la boca del túnel. El abuelo retira las chapas de zinc para que yo pase y luego volverá a colocarlas en su sitio. Como si no hubiera pasado nada.

Ahí está, mi tumba excavada en la tierra, esperándome. Ya no hay vuelta atrás. Estoy en tierra de nadie. Una tierra que nadie tendría ni puñeteras ganas de pisar, eso desde luego.

Beso al abuelo.

No espero palabra alguna de despedida.

—Standish, estoy orgulloso de ti —me dice.