Setenta y cinco

¡Jobar! El pum-pum hace que el tiempo salte repentinamente de la línea de salida y que su corazón, nuestros corazones, den una vuelta completa a la pista de carreras. Ambos levantamos la cabeza. Me pongo en pie de un salto. Los policías no acostumbran a ser tan considerados. Es raro que llamen a la puerta. No, esta es harina de otro lodazal. Vienen a husmear, quieren que quitemos esas cortinas de las ventanas. Vienen a recordarnos que tenemos que estar listos para salir a las seis y media de la mañana.

—Ya va —digo, confiando en que no hayan visto el abuelo sentado en el suelo, con la mirada perdida, ni tampoco las dos figuras de cartón que hay a su lado.

Cierro la puerta de la entrada mientras el abuelo se pone lentamente en pie.

—Es hora —dice—. Ha llegado la hora, Standish.

Pega las dos figuras recostadas a dos silla rotas. Ahora entiendo lo que se traía entre manos. Las siluetas se parecen mucho al abuelo y a mí. Mi abuelo es un lince para estas cosas el muy puñetero, siempre va un paso por delante. Él sabía perfectamente que los policías vendrían a espiarnos. En la penumbra, bajo la temblorosa luz de las velas, las figuras de cartón dan el pego estupendamente. A los policías al menos seguro que los engañan, pensarán que estamos esperando tranquilamente a que llegué nuestra hora.

Justo antes de las diez, reptamos por el suelo de la cocina en dirección a las escaleras. De pronto reparo en que en las últimas cinco horas lo único que el abuelo me ha dicho es: «La hora, Standish, ha llegado la hora».