Setenta y cuatro

Vuelvo al piso de arriba para esperar junto al abuelo mientras llega el momento de irme. La señorita Phillips y el hombre de la luna se han quedado en la Calle Sótano.

El abuelo ha estado recortando unas figuras a tamaño natural. No tengo idea de lo que pretende hacer con ellas. Está sentado en el suelo, con la mirada perdida, rodeado de cartones. Creo que se siente desbordado. Bueno, si queréis que os diga la verdad, yo también.

Me siento a su lado. Sobran las palabras. Sus pensamientos resuenan con demasiada fuerza en mi cabeza. Consigo apartarlos contándome a mí mismo la historia de lo que ha sucedido hasta ese momento. Este momento en el que el abuelo y yo estamos aquí sentados sobre este desconchado suelo de linóleo. Tomo mentalmente una foto del abuelo, una foto que poder llevar conmigo. Intento imaginar como sería de joven, antes de que la costra de la edad y las preocupaciones se apoderaran de su persona. Tiene las manos grandes, parecen como raíces de árboles, gastadas, trabajadas. Manos capaces de pintar motos con los que engañar a los pulgones de reparar todo lo que se rompe. Manos de las que estoy a punto de alejarme. Sé lo que el abuelo está pensando. Se pregunta si tendrá fuerza para dejar que se vaya. Yo me pregunto a mi vez si tendré fuerzas para dejarlo.

¿Qué ocurriría si nos quedáramos aquí quietos sin movernos, sin hacer nada? ¿Acaso el tiempo se olvidaría de nosotros, pasaría de largo?

Que bajen el telón.

Que salgan los créditos.

Fin.