Setenta y tres

Pasé el resto de la tarde con el hombre de la luna y la señorita Phillips. El abuelo se retiró de nuevo al piso de arriba. No quería volver a oír hablar del asunto. Es comprendible. Pero a mí no me quedaba más remedio, si quería arrojar aquella piedra.

Lo que el hombre de la luna me contó no quedó escrito en una libreta sino garabateado en mi cerebro. Gracias a él, supe con todo detalle lo que ocurriría al otro lado del mundo. Ya tenía el croquis. Y toda la información que necesitaba.