Setenta y dos

—Tienes que venir, Standish —dijo el abuelo—. No puedes quedarte aquí.

—Voy a rescatar a Hector —repliqué—. Voy a lanzar mi piedra contra la cara de la Patria. Le enseñaré al mundo que la llegada a la luna no es nada más que un montaje.

—Standish —dijo el abuelo—, tienes la cabeza llena de pájaros.

De manera que les conté mi plan. Les dije que si conseguía acercarme a aquel plató cinematográfico, cuando los astronautas dieran los primeros pasos sobre la superficie lunar, intentaría apartarme del pelotón de obreros y me plantaría delante de todas las cámaras. Entonces levantaría un cartel estampado con la palabra FRAUDE, y así el mundo libre se enteraría de que todo era una burda patraña.

—¿Qué? ¿Y que te peguen un tiro? —replicó el abuelo, con la cara llena de nubarrones de cólera.

A decir verdad, no me había parado a pensar en lo que sucedería una vez hubiera levantado aquel cartel antes las cámaras. Ya se me ocurriría sobre la marcha. No me pareció que eso pudiera planearse. Como siempre, había demasiados «y si…» que tener en cuenta.

—Si alguien ha podido derribar a un gigante de una pedrada, ¿por qué no iba a poder yo hacer lo mismo?

—¿Por qué no? —replicó el abuelo—. He dicho que no. Es una solemne tontería.

Sorprendentemente, la señorita Phillips intervino diciendo:

—Harry, quizá una vez que se haya metido ahí dentro podría, podría…

¿Y luego qué? ¿Qué lo maten? —saltó el abuelo. Escupía de rabia. Pero no solo porque mi plan le parecía descabellado, de eso estaba convencido. Tenía mucho que ver con los Lush y con Hector. Añadió—: He perdido a mi familia, a mis amigos. No pienso sacrificar a mi nieto.

La señorita Phillips llevó la mano al brazo del abuelo.

—Nuestras posibilidades de escapar son prácticamente inexistentes —dijo—. ¿Qué vamos a conseguir con que nos maten a todos? Nadie se enterará de que todo ha sido un fraude. Los líderes del mundo libre se tragaran el montaje y ellos conseguirán dar la imagen de que la Patria es una nación todopoderosa.

El abuelo intentaba hacer oídos sordos.

—Harry —dijo la señorita Phillips con voz serena—, pase lo que pase, nunca estarás solo, te lo prometo.

Fue un consuelo oírla decir eso. Yo quise añadir algo más, pero solo acerté a decir:

—La señorita Phillips tiene razón. Yo tampoco te abandonaré nunca, tanto si me voy con vosotros como si no.

El abuelo temblaba como si un terremoto fuera a hacer erupción a través de su ombligo. Unas lágrimas, las lágrimas que había asegurado que nunca derramaría, le resbalaban por la cara en una cascada de rabia. Me abracé a él. Lo estreché entre mis brazos. Me sentía fuerte.

Él se aferró a mí. El recuerdo de aquel abrazo me acompañaría hasta el final, fuese el que fuese y cuando fuese.

Luego me soltó y se dio media vuelta; le temblaban los hombros y un sollozo brotó de su garganta.

Pese a todo, yo tenía la certeza de que lograría arrojar aquella piedra.

El hombre de la luna se acercó al abuelo y le puso la mano en el hombro, como queriendo darle gravedad cuando todo parecía suspendido en el aire. Luego garabateó algo en la libreta y se la tendió a la señorita Phillips.

Ella leyó el mensaje en voz alta, lentamente.

Decía lo que el abuelo no deseaba oír. Tampoco la señorita Phillips deseaba oírlo. Aun con todo su arrojo se le notaba.

—Standish es nuestra única esperanza.