Nos quedamos allí sentados los dos, el hombre de la luna y yo. Sabía que no podía hablarme, pero hay silencios y silencios, no sé si me explico. Qué queréis que os diga, nací en un mundo de pesadilla, esa es la puñetera verdad. La única vía de escape era la fantasía. En mi fantasía hay croca-colas, Cadillacs. Hay un planeta llamado Juniper, y un Hector que nos rescatará a todos.
Oí un ruido en el jardín trasero, y casi se me descoyuntaros los huesos del respingo que di. El hombre de la luna corrió hacia la Calle Sótano. Yo lavé las dos tazas y las coloqué de nuevo en su sitio.
Casi se me había cortado la respiración cuando oí decir al abuelo:
—Déjame entrar.
—¿Dónde has estado? —le pregunté, abriendo la puerta del jardín. Venía con la cara llena de tiznajos, la camisa quemada y hecha jirones. No llevaba puestos el sombrero ni el abrigo. No. Quien los llevaba era la señorita Phillips. Estaba detrás de él. A juzgar por su aspecto, le habían dado una soberana paliza.
—¿Qué ha pasado?
El abuelo no contestó, puso agua a hervir y preparó un té. La señorita Phillips temblaba.
—Prendieron fuego a su casa. Sabía que acabarían haciéndolo —dijo el abuelo—. Era cuestión de tiempo, nada más.
Llevé una palangana con agua a la mesa. Le habían hecho un morado de aquí te espero.
El abuelo alzó la cara de la señorita Phillips hacia él y le limpió delicadamente los tiznajos. Al verlos juntos, me dio la impresión de que había algo entre ellos.
La señorita Phillips hizo una mueca, y el abuelo le dijo con voz tierna: «Tranquila, guapa».
De pronto me caí del guindo. Bueno, al menos eso pensaba yo, pero no estaba del todo seguro.
Dejé la taza de té junto a ella.
La señorita Phillips la cogió con las dos manos y fijó la vista en la mesa. El abuelo estaba en el fregadero, lavándose las manos y la cara. Encendí la radio otra vez. Ponían música para los obreros de la Patria.
—Gracias —dijo la señora Phillips, muy bajito.