Sesenta y cinco

Aquella noche dormí mal, sentado a la mesa, con la cabeza apoyada sobre los brazos. No me atrevía a moverme de la cocina. No sé, quizá por superstición. Cuando desperté, debían de ser las seis de la mañana. Era de día, ya hacía rato que era de día. Pero el abuelo todavía no había regresado. Si queréis que os diga la puñetera verdad, serenidad ya no sentía ninguna. Estaba cagado de miedo.

El hombre de la luna salió de pronto del sótano, feliz de verme. No se había quitado las botas de astronauta, aunque en casa no es que anduviéramos faltos de gravedad precisamente. Teníamos por demás. De hecho, una poquita menos nos hubiera ido muy bien.

Le preparé un té mientras él se enjuagaba la boca con agua salada. Era el único medicamento a nuestro alcance. Agua y el resto de las aspirinas. Lo vi hacer una mueca de dolor. Yo sabía que el hombre de la luna no debía estar allí arriba, era demasiado peligroso. Pero tampoco me apetecía que se fuera, no quería quedarme allí solo esperando. Tomó asiento. A mí aún me resultaba difícil mirar la palabra aquella que llevaba cosida en el traje espacial: ELD9.

Escribió en un papel: «Abuelo», y yo contesté: «No está aquí».

Noté que eso lo dejaba preocupado. Pero para qué nos vamos a engañar, si queréis que os diga la verdad también yo estaba preocupado. Ni siquiera pensaba plantearme los posibles «Y si…».