Sesenta y cuatro

Fuera estaba oscuro como boca de lobo. Solo el monstruoso edificio al final de la calle estaba iluminado, destellaba como una estrella varada en la tierra. Me acerqué sigilosamente al coche de guardia en el que estaban sentados los dos policías. Les di tal susto que saltaron de sus asientos. Uno de ellos bajó la empañada ventanilla, con la boca llena de salchicha. El coche olía a pedo.

—Tenemos un intruso en casa —anuncié—. Será mejor que vengan.

El supuesto Obstructor fingió salir huyendo.

Observamos como el coche patrulla hacía una rápida maniobra en tres tiempos y salía detrás de él. Daba vergüenza ajena. Saltaba a la vista que se conocían de antemano. El Obstructor se encogió de hombros, y la puerta trasera del coche de los avispones se abrió para dejarlo entrar.

Si el tipo hubiera sido un auténtico Obstructor, lo habrían mandado de un tiro a otro barrio, lo que yo os diga.

En la cocina, el abuelo tenía el abrigo puesto.

—¿Qué haces? —le dije.

El abuelo sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios.

—Voy a sacar la rata fuera.

Pero yo sabía que no era eso lo que pretendía hacer. Se iba a alguna parte. Adónde, no lo sé, no tenía ni idea. Quise agarrarme a aquel abrigo y suplicarle que no se moviera de allí, pero no me habría hecho caso. Vi en su mirada que estaba dispuesto a salir de casa, pasara lo que pasara.