Sesenta y dos

La Voz habló.

«Aunque la pérfida Patria diga haber efectuado ese lanzamiento de un cohete a la luna, nuestros científicos opinan que faltan aún muchos años para que una expedición de esa índole sea viable.

»La radiación de la atmósfera lunar impide que el ser humano aterrice en la superficie de dicho satélite. No nos rindamos ante la propaganda. Es preciso seguir con la lucha, cueste lo que cueste. Desde aquí hago un llamamiento a todos los Obstructores para que apoyen el avance de los Aliados. Duerman tranquilos. No dejen que los intimiden haciéndoles creer que la Patria tiene capacidad para lanzar misiles desde la superficie lunar. Antes bien, reserven sus energías en la batalla final. Cuando todo haya terminado, viviremos en un mundo libre».

La alarma sonó, y la bombilla pintada de rojo empezó a destellar. El abuelo levantó la vista y yo con él. Ambos sabíamos lo que eso significaba: un intruso había entrado en casa. Teníamos menos de un minuto para salir de allí sin dejar rastro.

El terror es una sensación extraña. Algunas veces me ha hecho caer presa del pánico, otras me ha hecho vomitar, pero en esa ocasión me sentí embargado por una serena ira.

El abuelo abrió el muro pintado y el hombre de la luna lo cerró a nuestras espaldas. El haz de luz de una linterna iluminó la oscuridad de la Calle Sótano. Inmediatamente nos abalanzamos sobre las ratoneras. El abuelo cogió dos, y yo una.

—¿Qué hacen ahí abajo? —dijo a voces un hombre.

—Ratas —respondió a voces el abuelo.

Yo era el que más cerca estaba de las escaleras que subían a la cocina. La linterna me alumbró en la cara. Deslumbrado, levanté la mano para proteger los ojos del resplandor y al hacerlo accioné sin querer el propulsor de la ratonera y la rata saltó de la trampa, echó a correr peldaños arriba, pasó de largo junto al intruso y se metió en la cocina. Oímos un disparo.

—Señor Treadwell —saludó—. Vengo a llevarme al visitante y a ponerlo a buen recaudo. No tenemos mucho tiempo.

Tanto el abuelo como yo sabíamos que si aquel tipo hubiera sido un Obstructor de verdad no habría disparado contra la rata. Su pistola no tenía silenciador. El ruido se habría oído fuera, alto y claro, más claro que el agua. Los policías del coche patrulla tendrían que haber sido sordos, tontos o ambas cosas a la vez para no oírlo y venir corriendo.

Aquel hombre era un payaso.