El día que el señor Gunnell mató al pequeño Eric Owen y se lanzó un cohete al espacio supe con certeza que el abuelo y yo tendríamos muy pocas posibilidades de salir alguna vez de la Zona Siete. Con vida, quiero decir. El mero hecho de poseer un televisor ya era infracción suficiente para que nos enviaran a los dos a un campo de reeducación.
Al llegar a casa, vimos que había echado abajo la puerta de entrada a patadas. No sé qué necesidad tendrían de hacer eso, porque ni el abuelo ni yo cerrábamos nunca con llave. ¿Para qué? No servía de nada. Al entrar en casa vimos que se habían empleado a fondo: todo estaba revuelto, todo patas arriba. Pero el estropicio en sí era lo de menos, lo inquietante era pensar en quiénes habían sido los autores de aquel estropicio. Miré al abuelo, y él me pasó el brazo por encima.
Intentamos salvar lo que pudimos del huerto y luego pasamos dentro y nos dispusimos a ordenarlo todo a la luz de una vela.
El abuelo nunca había llegado a quitar de las ventanas las cortinas durante la guerra para protegerse de los bombardeos, así que al menos nadie podía vernos desde la calle; aún así, sabíamos que los policías habían vuelto. Nos hicimos un té y subimos arriba a acostarnos. Apagamos la vela y después esperamos durante una larga y hambrienta hora. Yo me relamía soñando con el fiambre rebozado. Las tripas nos rugían. Pasaba ya de media noche cuando finalmente bajamos al sótano, no sin antes coger el pan y el fiambre.
El abuelo colocó las ratoneras, con las ratas vivas que habíamos pillado aquel día, cerca de los peldaños que subían hasta casa. Luego nos adentramos una vez más en la que se diría la parte más alejada de la Calle Sótano. El acre olor que se respiraba allí abajo despistaba a los perros policía, por eso no habían logrado detectar al hombre de la luna. Aquel hongo alienígena sofocaba todos los demás olores con su mohosa pestilencia. Incluso brillaba en la oscuridad y parecía estar vivo, hambriento, como si se alimentara de la humedad y la oscuridad de la casa, consumiéndola hasta los huesos.
Abrimos la puerta corredera. Caray, no os podéis imaginar el alivio que sentí al ver allí al hombre de la luna. Y no hablemos de las dos gallinas y aquel transistor que el señor Lush había logrado conectar para que, de vez en cuando, pudiéramos encontrar consuelo en la voz de aquellos imperios del mal repartidos por el mundo.
El hombre de la luna se puso de pie y abrazo al abuelo. Yo me fui a por los huevos, di de comer a las gallinas y me aseguré de que no se nos hubiera colado ninguna rata. Luego encendí el mechero Bunsen y puse agua a hervir. Dimos cuenta del té, del pan y del fiambre de lata rebozado: un banquetazo.
El hombre de la luna intentó comunicarse con nosotros por medio de dibujos. No tenía tanto arte como el abuelo dibujando, pero se hacía entender. Pude ver perfectamente lo que estaba ocurriendo al otro lado del muro.
El abuelo se puso en pie, se limpió la boca con el dorso de la mano y regresó al transmisor, que emitía chasquidos y silbidos. Sintonizó el aparato hasta que por fin oímos La Voz, la única que según él decía la verdad. Si es que existe tal cosa, añadió el abuelo. Difícil de saber cuando uno vive rodeado de tanta mentira.