Sesenta

Me metí corriendo en casa de nuevo. Encontré al abuelo en la cocina, quitándose su viejo gabán militar. Me había quedado sin habla, así que tiré de él hacia el cobertizo sin decir nada. Dentro había un maldito hombre de la luna intentando desprenderse de su enorme casco, ya empañado, con las manos enfundadas en unos guantes especiales, forcejeando con desesperación.

—Sal y ponte a cavar en el huerto —me ordenó el abuelo.

—Pero ¿y qué hacemos con…?

—Yo me encargo de esto.

Jobar. Me puse a excavar, como si me fuera la cena en ello y no la vida. Sabía lo que el abuelo intentaba hacer con el cobertizo. Si no le quitaba el casco a aquel hombre cuanto antes, lo que tendría que ponerme a cavar era sus sepultura. Oí un crujido y después unas bocanadas.

Al rato, el abuelo salió del cobertizo y cerró la puerta. Los dos fuimos hacia la cocina y una vez dentro el abuelo puso la radio, a todo volumen.

Las plateadas arenas sus pies han hollado,

en nuevas lunas sus hondas huellas han dejado…

Entre el estruendo me susurró:

—Habrá que esperar a que se haga de noche.

Espera que te espera, aguantamos hasta que la noche pinchó el globo del viejo astro solar.

Solo entonces pudimos entrar al hombre de la luna en la cocina.

Parecía un gigante de alto, pero se movía muy patosamente con aquella pesada vestimenta. Fue muy extraño tener aquella cara tan cerca después de haberla visto tantas veces en los carteles. Ahí estaba ELD9, esfumada toda ilusión por los alunizajes en sus facciones. En su lugar, profundos surcos de preocupación le surcaban la frente. El brillo en la mirada, extinguido; la desenfadada sonrisa, una mueca. Lo sentamos en una silla y le dimos un té, que él se tomó por la comisura de la boca, como si cada sorbo le doliera.

El hombre de la luna no había abierto la boca. Hasta que por fin lo hizo para mostrarnos que no tenía lengua.

Deduje que lo mismo le habían hecho a mi madre.