Si me dio por pensar en los tiempos cuando el abuelo había sido escenógrafo fue por el muro que había construido y pintado al final de la Calle Sótano. Veréis, el caso es que el abuelo había dibujado un trampantojo, una ilusión perfecta de un muro perfecto. El muro se deslizaba pegado a aquella monstruosidad alienígena que había brotado en la calle: una especie de champiñón gigante que desprendía una extraña luz artificial y apestaba tanto como la letra del himno de la Patria.
Oculta entre sus carnosos y acres pliegues había una pequeña cerradura que al girarse como es debido abría el muro. Cuando este volvía a cerrarse, unas luces parpadeantes se encendían en el interior de una cámara secreta. Luces que funcionaban gracias a una vieja batería que el señor Lush se las había ingeniado para reactivar.
Aquel muro pintado fue la causa de que, tras la desaparición de los Lush, el abuelo pasara tanto tiempo cuidando el jardín delantero de la casa. A primera vista podías pensar que estaba entretenido podando las rosas blancas del jardín, pero en realidad se había dedicado a montar un sistema de aviso para advertirnos de si entraba algún intruso en casa mientras estábamos en el almacén de la Calle Sótano.
Debajo de aquellas casas no había un alma, y no os podéis imaginar el miedo que daba estar allí abajo. Lo único que se oía era la conversación de las ratas. Empecinados bichos, las ratas comunes. Muchas veces me pregunté como harían para engordar se esa manera cuando nosotros estábamos tan flacos.