Lo que recuerdo del abuelo después de la marcha de los Lush es que a medida que transcurrían los días cada vez parecía más viejo, más preocupado. Nos tenían vigilados, las horas se desangraban y la herida no dejaba de rezumar dolor, por muchos paños calientes que se le pusieran.
Por las noches escuchábamos la radio. Al abuelo se le dio por comunicarse conmigo a través de notas. Mitad dibujos, mitad palabras. Solo mentalmente teníamos libertad para soñar. La radio sonaba y nosotros pensábamos que ocultaría nuestros pensamientos.
«En nuevas lunas sus hondas huellas han dejado…».
La luna… ARO5… SOL3… ELD9.
Palabras. Nada más que palabras sin sentido. Sentía deseos de quitarme la vida.
—Standish —me decía el abuelo—, no pienses en el pasado. Seguiremos viviendo como antes de que llegaran los Lush.
¿Y qué significaba vivir como antes? Hector había traído consigo la luz. Y detrás no había dejado más que oscuridad.
Todas las noches, a la hora de dormir, hacíamos la misma pantomima.
—Buenas noches —decía el abuelo a voces, metiendo la cabeza en aquel dormitorio en el que yo me negaba a dormir.
Luego los dos nos quedábamos sentados en el filo de su cama. En la calle, un coche zumbaba como una avispa calle arriba, calle abajo. El abuelo había observado que los policías del coche avispa hacían un descanso a media noche. Una pausa para hacer pis, o comer algo. Y entonces el abuelo y yo aprovechábamos para bajar con mucho sigilo a la Calle Sótano.