El abuelo me levantó del suelo. Todavía tapándome la boca con la mano. El grito seguía creciendo en mi interior. Me llevó al jardín, y nos quedamos de pie junto al huerto, bajo la lluvia.
—Creo que han instalado micrófonos en casa. —Eso fue todo lo que dijo.
—¿Por qué no se nos han llevado a nosotros también? ¿Por qué? —grité a través de sus dedos. Las palabras regresaron a mí calientes, encendidas de rabia. Tenía un nudo tan grande en la garganta que me estaba asfixiando.
—No lo sé —respondió el abuelo—. ¿Y tú?
—No. Sí. Tenían un secreto. Pero no sé de qué se trataba, porque Hector no me lo quiso contar.
—Mejor —dijo el abuelo—. Te llevaré al colegio.
—No. No, nunca más…
—Tienes que ir, Standish. Tienes que ir.
El abuelo me soltó. De pronto sentí que ya nada me sostenía en pie. Nada. Las palabras del abuelo se perdían a sus espaldas, como aire caliente en un globo cargado de plomo. Al alcanzar la puerta de la cocina, me dijo:
—Hazlo por Hector.
Cuando volví a entrar en casa, estaba empapado. El abuelo tenía puesta la radio, sintonizada en la única emisora que nosotros, insignificantes microbios, estábamos autorizados a escuchar. Era una arenga dirigida a los obreros de la Patria. La cantaban bien alto, bien fuerte.
Las plateadas arenas sus pies han hollado,
en nuevas lunas sus hondas huellas han dejado;
todo por la Patria y con el brazo alzado.
Subí al piso de arriba y me puse el uniforme del colegio. Sentía el cuerpo sin vida. Desmadejado. Muerto.