Cincuenta y dos

Desperté con dolor de cabeza, y los párpados tan pesados que me costó despegarlos. Recordé que Hector y yo habíamos entrado en nuestra nave espacial y, apretujados en su interior, imaginamos que veíamos pasar las estrellas. Íbamos camino de Juniper cuando nos venció el sueño. Poco a poco, a medida que fui recobrando la conciencia, noté que allí había algo muy raro. Me encontraba tumbado sobre la misma manta que el día anterior, pero el desván estaba desierto. Ni rastro del platillo volante, ni de Hector.

Bajé a la cocina. El abuelo estaba sentado a la mesa, con la cabeza entre las manos.

—¿Dónde está Hector? —le pregunté.

El abuelo no contestó. Fui de habitación en habitación buscándolo. Tampoco vi al señor ni a la señora Lush. Finalmente, volví a la cocina. El abuelo estaba de pie junto a la tetera.

—¿Dónde está Hector? —repetí a voces.

El abuelo se llevó un dedo a los labios. Me señaló una nota que descansaba sobre la mesa. Había algo escrito en ella. De su puño y letra. Pero yo sabía lo que esa nota decía. No necesitaba que me lo pusieran por escrito. Sabía que se los habían llevado.

Sentí que un grito brotaba en mi garganta. El abuelo me sujetó y caímos al suelo tambaleándonos. Los dos llorábamos. El abuelo me tapaba la boca con fuerza.

Aún llevo aquel grito dentro de mí.