Cincuenta

Aquel día nos sentamos todos a cenar. Hacía una noche muy agradable, y no hubiera estado de más jugar un rato a la pelota.

El abuelo venía con unas patatas hervidas a la mesa cuando preguntó:

—¿Dónde está la pelota? Hace tiempo que no la veo.

Iba a decir que la habíamos —o más bien que yo la había— lanzado al otro lado del muro cuando Hector saltó:

—Voy a por ella.

Dejé de comer. Se me había quitado el hambre de pronto. Sobre todo al ver a Hector entrar con la pelota roja en la mano: sabía que había atravesado el túnel del refugio antiaéreo y había estado al otro lado del muro y visto lo que allí había.

La señora Lush y el abuelo no parecían ser conscientes de lo que Hector acababa de hacer. Me dio la impresión de que solo el señor Lush lo sabía.