Cuarenta y siete

La señora Lush era médica pero no podía hacer gran cosa por Hector, aparte de cuidarlo. Decía que un médico sin medicinas es como un pianista sin piano.

El abuelo intentó agenciarse unas aspirinas. Tarea nada fácil. Al fin y al cabo, en la calle ya no quedaban más vecinos que nosotros y no podíamos presentarnos en una de las viviendas pecho de gallo y pedir ayuda. El abuelo decía que eso sería la vía más rápida para acabar convertidos en carne asada.

Los pulgones verdes hicieron una redada por la Zona Siete en busca de individuos sanos precisamente cuando Hector tenía más fiebre. A Hector no se lo llevaron. No se tenía en pie siquiera de lo mal que se encontraba. A la señora Lush no le dejaron quedarse con él. Nos llevaron al parque que hay delante de ese monstruoso edificio en lo alto de la calle. A la señora Fielder y las Madres por la Pureza también las obligaron a ir. Yo lo interpreté como una buena señal.

—En la Zona Siete no hay buenas señales que valgan —dijo el señor Lush con talante sombrío.

Esperamos allí de pie, centenares de personas apretujadas unas contra otras. Divisé a la señorita Phillips entre el gentío. Vino hacia nosotros, abriéndose paso con disimulo, y se colocó junto al abuelo. Los pulgones verdes nos empujaban con las culatas de sus armas, mientras iban seleccionando a los futuros miembros de su brigada, personas bien alimentadas con pantalones largos, y los hacían pasar al frente de la muchedumbre. Delante de nosotros, sobre un podio, había una serie de hombres provistos de cámaras fotográficas. Esperamos.

Un fabuloso cochazo llegó por la carretera, se detuvo, y de él se apeó un hombre vestido con gabardina y peinado con un corte de pelo espantoso. Quién sabe a qué vendría. Se quedó allí sin abrir la boca mientras un tipo con abrigo de piel gritaba por un megáfono. El del abrigo pidió que los que hablaba la lengua del bárbero levantara la mano. Para mi asombro, todos la levantaron excepto el abuelo, los Lush y yo. Ninguno de nosotros movió un dedo. Las cámaras dispararon sus flashes y las bombillas se encendieron. Yo ignoraba que existiera una lengua con dicho nombre. Pensé que lo de bárbero tenía que ver con el espantoso corte de pelo que el barbero le había hecho a aquel hombre. Por eso no levanté la mano. El abuelo no levantó la suya porque sabía que era una estratagema para que pareciera que todos estábamos haciendo el saludo a la Patria, cuando no era así.

La señora Lush se alegró muchísimo cuando se enteró de que Hector había estado durmiendo todo aquel rato. Y encima, el abuelo había conseguido hacerse con un frasco de aspirinas.

Hector sonrió levemente cuando le conté que nos había preguntado si hablábamos la lengua del bárbero.

—Me pregunto —dije—, si tendríamos algo que ver con el espantoso corte de pelo que llevaba el tipo de la gabardina.

—Standish —dijo—, ese tipo de la gabardina es nuestro Comandante Jefe.

—¿Quieres decir que ese hombre tan mal peinado es quien gobierna en estas tranquilas tierras nuestras?

Hector tenía los ojos entornados y pensé que se había quedado dormido, cuando de pronto soltó una risotada.

—Eres único, Standish. Eres único.