A partir del día que perdimos la pelota, no paró de llover, gracias a lo cual ni los Lush ni el abuelo se percataron de su ausencia.
Hector y yo nos dedicamos a construir nuestro cohete en el desván. Los periódicos no dejaban de hablar de la misión lunar. Advertid la palabra «periódicos». Yo era la primera vez que veía uno. Panfletos, los llamaba el abuelo. Hector me los leía. Siempre traían el mismo cuento. No hablaban más que de la excelsa Patria, y de la pureza de los astronautas que iban a conquistar el espacio. Al final decidimos que aquel papel nos era mucho más útil sin palabras. Las imágenes, sin embargo, sí merecían la pena. De manera que lo que hicimos fue recortar las fotos y usar el resto para hacer papel maché.
—Si vamos a ir al espacio, Standish —dijo Hector—, no podremos parar en la luna estando allí toda esa gente.
El planeta Juniper lo localicé yo solo. Lo encontré en mi cabeza, pero eso era lo de menos. Según Hector, tal vez fuera el mejor descubrimiento de mi vida.
Dibujé Juniper. Dibujé a los juniperianos. Dibujé al cohete, más bien parecido a un platillo volante que a una de esas naves tipo aguja que pinchan el espacio. Hector decidió que era mejor que lo construyéramos en el desván. Los dos empezamos a hacer acopio de todo tipo de cosas útiles. No fue tarea fácil crear una nave espacial de la nada, sobre todo teniendo en cuenta que todos los materiales a nuestra disposición eran cosas usadas, recicladas y vueltas a reciclar otra vez. La idea de que en nuestro mundo pudiera existir basura era para partirse de risa.
Pero aquella semana, la semana en que lancé la pelota al otro lado del muro, la semana que no dejó de llover, la señora Lush nos regaló una funda de plancha que ya no le servía. ¿Para que iba nadie a planchar si casi no teníamos luz? Era una pérdida de tiempo, una pérdida de ilusión. Pero desde que aquella vieja funda de plancha cayó en mis manos, se terminaron mis preocupaciones sobre la posibilidad de morir congelados o fritos en el espacio, os lo digo yo.
En una ocasión le había oído decir al señor Lush:
—Si creen que podrán atravesar toda esa radiación que rodea la luna con un ridículo papel de aluminio, van dados.
Así que pensé que, con aquella funda de plancha, nosotros en cambio no tendríamos nada de que preocuparnos.
Le pregunté al señor Lush si sabía qué distancia había entre la luna y la tierra.
—Aproximadamente —dijo—, unos trescientos cincuenta y seis mil cuatrocientos diez kilómetros.
Un puñetero cíclope andante, eso es lo que era el señor Lush.
El platillo volante estaba casi listo cuando Hector cayó enfermo.