Un día, ocho o nueve semanas antes de que se llevara a cabo la misión lunar, Hector y yo nos pusimos a jugar al lado del muro, en una zona no cultivada que estaba junto al cobertizo. El partido iba estupendo, pero entonces le pegué tal patada a la pelota que salió disparada hacia el cielo. Fue mala suerte, porque no era mi intención lanzarla tan alto. El caso es que salió volando y fue a parar al otro lado del puñetero muro. Hector y yo nos quedamos allí plantados, boquiabiertos, sin acabar de creernos lo que acababa de ocurrir.
—No te preocupes —dijo Hector—. Cruzo corriendo el túnel y voy a por ella.
—No —le dije yo—, es demasiado peligroso. Nos hemos quedado sin pelota, dala por perdida.
El caso es que Hector no podía darla por perdida.