Cuarenta y cuatro

Mi abuelo y los padres de Hector habían plantado un gran huerto en los jardines contiguos de las dos casas. La idea era que cuando llegara el invierno pudiéramos alimentarnos con lo que diera la tierra. Incluso nos habíamos apropiado de un tercer jardín que, aunque no servía para cultivar gran cosa, tenía un pequeño cobertizo que usar como invernadero para las plantas.

Pero, con el huerto aquel al fondo, no se podía jugar a la pelota en el jardín. Y la calle quedaba descartada porque a las cuatro empezaba el toque de queda. La única opción, pues, era el parque al otro lado del muro. Sabíamos que estaba prohibido entrar en él, terminantemente prohibido. Entonces le conté a Hector lo de aquella pelota deshinchada que había encontrado en el parque, y que no había visto ningún pulgón verde por allí. El caso es que, con aquella pelota en las manos, la tentación de jugar era irresistible. Además, lo teníamos facilísimo. Atravesamos, pues, el túnel del refugio antiaéreo y ya estábamos en el parque. El primer día entramos con pies de plomo, pero cuando comprobamos que no había pulgones verdes en la costa, y que ni el abuelo ni la señora y el señor Lush estaban al tanto de nuestros movimientos. Nos colamos en el parque todas las veces que pudimos.

Hasta que el muro que se alzaba al fondo de nuestro jardín comenzó a ganar altura, y decidimos que era mejor olvidaros de la pelota por un tiempo. Al menos hasta que dejara de crecer. El muro, sin embargo, era cada día más alto. Hector y yo no entendíamos nada. Si ya en un principio tenía una altura de vértigo, ¿para qué levantarlo más?

Un día oímos al abuelo y al señor y la señora Lush decir:

—Va a empezar otra vez.

Ni Hector ni yo entendimos a qué se referían.

—¿Qué es lo que va a empezar otra vez? —le pregunté al señor Lush durante la cena.

El señor y la señora Lush miraron al abuelo esperando que él respondiera. Pero el abuelo, hombre parco en palabras, no dijo nada.

Al poco tiempo el muro ya era casi tan alto como nuestra casa, o más incluso. Su larga sombra empezaba a proyectarse sobre el huerto, robándole la luz. Ensombreciendo el huerto y a todos los habitantes de la Zona Siete.