Fue por mi cumpleaños, en marzo, después de aquel crudísimo invierno, cuando el abuelo me hizo aquel regalo.
Tanto habían cambiado las cosas desde la llegada de Hector ocho meses atrás que me había olvidado por completo de aquella pelota. El abuelo la había remendado y envuelto en papel de periódico antes de dármela.
—¿Podemos jugar con ella o es solo para mirarla? —le preguntó Hector.
—Con esta pelota podríais jugar hasta para el País de Origen —respondió el abuelo.
La señora Lush llevaba meses haciendo acopio de todo lo necesario para hacer mi pastel de cumpleaños. Nos dijo que los ingredientes secretos de aquel pastel eran sus recetas. Las había canjeado por mantequilla y azúcar. La señora Lush era una artista sacando comidas de la nada. Cualquiera capaz de hacer eso tenía algo que merecía la pena canjear.
A mí me pareció la mejor merienda de cumpleaños que recordaba. Procuré olvidarme de mis padres. Pensar en ellos era demasiado doloroso. Pero no hacían más que atravesar la barrera del sonido de mis fantasías diurnas.
Cuando mis padres daban clase en mi colegio, papá se las ingeniaba al menos para aparentar que acataba la disciplina. Mamá, no. Ella siempre dejó muy claro que no pensaba enseñar aquella sarta de patrañas a niños que no se lo merecían. Las Madres por la Pureza la odiaban. Sobre todo porque trataba exactamente igual a sus retoños, vestiditos de pantalón largo, que a los niños con pantalón corto.
Un día, sin previo aviso, los pulgones verdes se presentaron en casa y se la llevaron a rastras. Ella se agarró a la mesa de la cocina pero lo único que consiguió fue tirar del mantel de la consigo. Todo se vino abajo con gran estrépito. El abuelo tuvo que emplear todas sus fuerzas para retener a papá, porque de lo contrario todos habríamos acabado siendo pasto para los gusanos. Yo nunca había visto llorar a mi padre. No recuerdo como reaccioné. Puede que ni siquiera estuviera presente. Al día siguiente, trajeron a mamá a casa en un coche.
Yo corrí a recibirla. Pero, por la forma en que me miró, noté que no me reconocía. Chorreaba sangre por las comisuras de la boca. No dijo nada, ni una palabra, ni siquiera después, cuando la sentaron a la mesa de la cocina. Papá se hincó de rodillas y al final consiguió que abriera la boca. El abuelo me tapó los ojos con las manos y me sacó de la habitación.
Aquella noche, papá vino a decirme que él y mamá se tenían que ir de casa, que yo me quedaría con el abuelo. Pero que volverían los dos a buscarnos, prometió.
Todavía estoy esperando.