En la hondonada de la carretera, donde las altas copas de los árboles tapaban el resto de nuestra calle, las viviendas, reducidas a simples escombros, habían sido destruidas para dar cobijo a las células terroristas o los indeseables.
Aquel verano, entre los descampados repletos de cascotes de aquellos barrios ruinosos de las afueras, habían brotado rosas blancas. El abuelo decía que si el ser humano estaba tan loco como para destruirse a sí mismo, al menos las ratas y las cucarachas contemplarían el espectáculo en primera fila y disfrutarían viendo como Madre Naturaleza volvía a apoderarse de la tierra.
Delante de nuestra casa aguardaban dos coches negros. Vimos con nuestros propios ojos cómo se llevaban el aparato de televisión.
—¿Y si encuentran al hombre de la luna? —pregunté al abuelo en voz muy baja.
—No lo encontrarán, ni siquiera los perros lo olfatearán. Ni a las gallinas tampoco.
—Entonces, ¿por qué has dejado que se llevaran la tele?
Comprendí que ya nunca volvería a ver a aquella actriz tan perfecta que parecía de plástico y que se lo pasaba de cine en la tierra de las croca-colas.
—Porque, si no, seguirían sospechando que nos traemos algo entre manos. Quedarse sin televisor es un castigo menor en comparación con la alternativa.
No fue un gran consuelo oírle decir eso.