Cuarenta y uno

Dos hombres, dos policías vestido de paisano, nos venían siguiendo en un coche.

El abuelo me sonrió como si hiciera una hermosa tarde de verano, un día del que sentirse orgulloso.

—¿Has oído el discurso que ha pronunciado la Presidenta de la Patria? —me preguntó.

—Sí —dije—. Bueno, la verdad es que no. El televisor…

Uno de los policías que iban en el coche nos espió con unos prismáticos. Para leernos los labios.

Yo dije:

—¿Has visto cuando los astronautas han salido del cohete? Caray, se necesita ser valiente…

—Impresionante —afirmó el abuelo—. Además, es una alegría saber que van a poder lanzar todos esos misiles desde la superficie lunar. Así acabarán una vez por todas con los enemigos de la Patria.

—Esa parte no la hemos visto —le dije—. La habrán pasado mientras mataban al señor Gunnell.

No sé si la patrulla se aburrió con nuestra conversación o si les surgió algo más importante que hacer, el caso es que el coche se alejó zumbando.

El abuelo y yo seguimos nuestro camino, dejamos a un lado la marquesina del autobús en desuso que hay junto a la rotonda y cruzamos la carretera desierta. Entonces le conté lo del pequeño Eric, lo de la nota y lo de la señora Phillips. El abuelo me escuchó con mucha atención, haciéndose su composición de lugar.

En un extremo de nuestra calle se alzaban las espléndidas viviendas pecho de gallo. Allí vivía la gente de bien, las Familias por la Pureza. Parecían muy elegantes, pero si se sostenían en pie era solo gracias al engrudo de los huesos de los muertos.

A lo lejos, en lo alto de la calle, se alzaba aquel monstruoso edificio que deberían haber dejado hecho cenizas cuando se incendió por primera vez. Supongo que su presencia contribuía al efecto escénico de que todo estaba donde debería. Pero nada estaba donde debía, de eso puedo dar fe.

El enorme y monstruoso edificio estaba iluminado. Brillaba más que las estrellas, incluso a plena luz del día. Nadie de los explicaba. Los vecinos de la Zona Siete no se atrevían a preguntar el por qué. Nos limitábamos a preguntarnos qué estaría sucediendo en su interior. ¿Por qué consumir tanta electricidad cuando los demás teníamos suerte de contar con luz eléctrica una o dos horas al día? Los habitantes de la Zona Siete se planteaban esa pregunta en silencio. El porqué reptaba por las calles, rezumaba por todo vecino con el que te cruzaras.

Ojalá yo no hubiera tenido la más ligera sospecha de cuál era la respuesta a aquel porqué, pero la tenía.