Cuarenta

¿Qué os creéis?, ¿qué nunca había visto antes una salvajada semejante? Todos las habíamos visto. Nada como la inesperada y aterradora muerte para mantener la calma y el orden general.

Me esforcé por remendar a mi antiguo yo, el que daba la impresión de estar siempre en la luna. Mi plan era muy sencillo: volver a casa.

—¡Standish!

Por la carretera vi venir al abuelo, en dirección a mí. En la Zona Siete procurábamos no correr nunca, porque eso llamaba la atención, y nuestro principal deseo era no llamar la atención por ningún concepto.

—¿Dónde estabas? —le dije al llegar a él.

—En la antigua iglesia, viendo la televisión.

En ese instante caí en la cuenta, con un súbito fogonazo, que alguien debía de haberle ordenado que fuera a recogerme.

—Me han dicho que habéis tenido problemas en el colegio.

—Sí. El señor Gunnell a matado al pequeño Eric Owen y yo he sido expulsado.

El abuelo me puso la mano en el hombro y apretó con fuerza. El gesto hablaba por sí solo. Decía: «Gracias a Dios que estás bien».

Seguimos andando, procurando deliberadamente no apretar el paso, por aquella calle donde en otro tiempo había tiendas que vendían cosas que a uno le pudiera apetecer comprar. En otro tiempo, ya no. Todos aquellos comercios estaban sellados con tablones.

Entre dientes y con el más tenue de los susurros, de tal manera que el abuelo se viera obligado a inclinarse hacia mí, dije:

—Nos quieren tender una trampa.

—Lo sé —me respondió el abuelo.

Por mal que pintaran las cosas, el abuelo siempre se presentaba a mis ojos como un gigante. Un gigante sin nada de monstruoso.