El del abrigo de piel se había sentado en la silla del señor Hellman. El señor Hellman estaba de pie, muy envarado, frotándose la muñeca. El tinte negro del pelo le resbalaba por la nuca entre chorros de sudor.
—Otra vez nos vemos las caras, Standish Treadwell —dijo el del abrigo.
Asentí con la cabeza. Se había quitado un guante. Tenía la mano grande y pálida; parecía un pez muerto. Delante de él, sobre el escritorio, estaba el reloj del señor Hellman.
—No me había fijado —dijo—. Tienes los ojos cada uno de un color: uno azul y el otro marrón claro.
¿Se había puesto poético o era una simple constatación? Eran dos defectos que saltaban a la vista. Menudo descubrimiento.
Guardé silencio.
—¿Es cierto que —me preguntó el del abrigo— tus compañeros te pegaron porque no quisiste decirles que habías tenido una entrevista conmigo?
Esa pregunta sí la contesté.
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Porque no era un asunto de su incumbencia.
El del abrigo me observaba muy, pero que muy, detenidamente.
Puse cara de no entender nada. Si eres inteligente, si sabes más de lo que debes, destacas como un cielo verde sobre un campo azul, y, como es bien sabido, la Presidenta de la Patria opina que los artistas que pintan ese tipo de paisajes deberían ser esterilizados.
Yo di por sentado que me iban a dar de palmetazos o llevarme preso.
—Standish Treadwell —dijo el del abrigo de piel—. No me creo ni por un instante que seas tan tonto como pretendes hacernos creer.
Mis labios estaban sellados.
—Tienes la cabeza muy bien amueblada —añadió—. ¿Sabes que los simples mortales son «tontos» porque ese ha sido el designio de la Madre Naturaleza? Los tontos suben flotando hacia la superficie como la mierda y la nata. Los tontos hacen siempre lo que se les ordena. Un tonto no le partiría la nariz a su profesor, por mucho que dicho profesor estuviera matando a su compañero. Un tonto se quedaría quieto mirando. Tú no eres tonto, Standish Treadwell, ¿verdad que no?
El del abrigo de piel descargó repentina y bruscamente su puño sobre el reloj del señor Hellman. El reloj se hizo añicos con una agradable «ping» y las pequeñas ruedas del tiempo giraron sobre el escritorio.
El señor Hellman temblaba.
—Estoy esperando —dijo el del abrigo de piel, mientras con un revés de la mano lanzó a la papelera las migas del tiempo y las hizo desaparecer.
—Creo que una persona sabia habría mirado para otra parte —contesté.
—¿Con qué ojo, Treadwell, el azul o el marrón? —preguntó y se echó a reír, ratatatá, como una metralleta se reía; luego se volvió al señor Hellman—. ¿Y usted que opina? —le preguntó, con la sonrisa todavía en los labios.
—Yo opino —respondió el señor Hellman entre dientes de acero soldados—, yo opino que hay que expulsar a Standish Treadwell de este colegio.
—Lástima que eso no se le ocurriera hace mucho tiempo —replicó el del abrigo de piel.