Lanzaron el cohete hacia un cielo gris pálido. Evidentemente, nosotros solo veíamos una imagen en blanco y negro, pero el comentarista iba poniendo color en el espectáculo fotograma a fotograma. El cohete era rojo, el cielo azul. A mí todo me parecía más bien gris. La nave continuó ascendiendo hasta convertirse en un diminuto puntito en el cielo.
A las puertas del gimnasio se armó un gran bullicio. El hombre del abrigo de piel había vuelto, acompañado por un impresionante despliegue de pulgones verdes y policías. Los policías llevaban gafas de sol con monturas cuadradas. Supongo que con ellas puestas debía de resultar más difícil ver lo que saltaba a la vista. El hombre del abrigo de piel chasqueó dos enguantados dedos, y los pulgones verdes entraron con paso firme en el gimnasio. Uno de ellos apagó el televisor y el señor Gunnell fue conducido al exterior. El señor Hellman nos ordenó que volviéramos todos a nuestras aulas. Hans Fielder, delegado jefe, quedó encargado de vigilar la nuestra.
Yo estaba sentado junto a la ventana, pero ya no soñaba despierto. Había demasiado realidad alrededor, el exceso cerraba la puerta a las fantasías. Desde donde estaba sentado, veía aquella vieja sábana blanca salpicada de pintura con la que habían cubierto el cadáver del Pequeño Eric. Un halo de moscas planeaba sobre él.
Hans Fielder estaba incómodo, se notaba a simple vista. Había ocupado el asiento del señor Gunnell. Nadie decía nada. Finalmente, un policía entreabrió la puerta del aula y llamó a dos alumnos en voz alta.
No me cogió por sorpresa, ni tampoco a Hans Fielder. Seguimos al policía escaleras abajo hasta llegar al banco aquel junto a la puerta del despacho del señor Hellman. Os apuesto dos calcetines a juego y unos pantalones largos a que era la primera vez que Hans Fielder se sentaba en aquel banco. Algo me decía que para mí sería la última. Pánico me daba pensar en la suerte que nos esperaba a mí y al abuelo si habían descubierto al hombre de la luna escondido en el sótano.
Hicieron pasar primero a Hans Fielder. Hans se levantó como un platillo volante. La puerta se cerró tras él, y uno de los pulgones verdes se apostó delante, con un rifle cruzado sobre el pecho, vigilándola. O vigilándome a mí, no estoy seguro.
Oí voces y después la palmeta del señor Hellman. Hans Fielder fue escupido de vuelta al pasillo. Se había hecho pis encima. Casi todos se lo hacían cuando el señor Hellman daba sus palizas. Apuesto a que se ensañó más que de costumbre. Tenía que impresionar al del abrigo de piel. Apuesto también a que era su única esperanza de conservar aquella baratija de reloj.
Luego me llegó el turno a mí.