Una enorme bandera de la Patria asfixiaba la pared del fondo del gimnasio. Allí, sobre un pedestal provisional, descansaba un apaño de televisor. Al fin de presenciar el magno acontecimiento, todos los centros escolares del territorio ocupado habían sido provistos de un aparato de televisión en préstamo.
El señor Muller, el profesor de matemáticas, se afanaba por eliminar la estática de la pantalla. Colocaba la antena a diferentes alturas, hacía aspas desesperadas con los brazos.
—Ahí, no se mueva —gritó el señor Hellman.
—¿Cree que me quedaré todo el rato con los brazos levantados? ¡Es absurdo! —protestó el señor Muller, escupiendo las palabras a través de su bigotillo de alambre infestado de pulgas.
Al final se recurrió a un perchero de pie. Un apaño muy tecnológico para aquellos tiempo de hombres lunares y asesinos. Aun así, el aparato seguía sin funcionar. Las imágenes se hacían astillas en la pantalla, iban y venían.
—¿Lo veis todos bien? —preguntó el señor Muller.
Nadie dijo una palabra. Ya habían visto demasiado.