—¡Standish Treadwell! —gritó el señor Gunnell de nuevo, con la cara roja. Los ojos se le saltaban de las órbitas y las dos venillas que terminaban en aquel engorroso tupé pulsaban en sus sienes.
Salté de detrás del banco y me planté delante de él. Me sangraba la nariz y tenía un ojo entornado que no conseguía abrir de ninguna manera. El señor Gunnell llevaba la palmeta en la mano, venga a darse golpecitos con ella, tac, tac, tac, la lengua asomando por su malévola boquita. De pronto tuve una especie de revelación. Yo era más alto que él. Vi sus brazos engrasados ya, dispuestos para la paliza. Vi que, lo quisiera o no, el señor Gunnell se vería obligado a levantar la vista hacia mí. Lo mismo que la había tenido que levantar hacia Hector.
—No puede seguir pegándome —le dije—. Soy más alto que usted. Métase con alguien de su tamaño.
La clase entera nos observaba, estupefacta. Aparte de Hector, nadie, pero nadie de nadie, ni siquiera el delegado jefe de la escuela, le replicaba nunca a un profesor. El engranaje cerebral del señor Gunnell se puso en marcha visiblemente.
—Treadwell, llevas los cordones de los zapatos desatados.
Me agaché, escondiendo los puños, y sentí el palmetazo en la espalda. Miré de refilón hacia arriba, vi aquel mentón que sobresalía y, sin pararme un segundo a pensarlo, me incorporé de un salto de manera que mi cabeza impactara con toda la fuerza posible contra su mandíbula. Oí con placer el sonido de sus dientes chocando unos con otros y a continuación alcé el brazo a modo de saludo, propulsándolo con toda la fuerza que pude para que se le estampara en todo el pecho. El señor Gunnell dio un traspié y su tupé saltó de la trampa como un conejo sin vida y fue a caer abruptamente sobre el asfalto.
La clase entera rompió a reír, incluido Hans Fielder, pero era el Pequeño Eric, el de los pantalones cortos y pelo rubio teñido, el que reía con más ganas. No podía contener la risa, y aún mucho menos al ver que el señor Gunnell daba otro paso en falso hacia atrás y pisaba sin darse cuenta su tupé.