Veinticinco

Desde una ventana vi que el señor Hellman acompañaba al del abrigo de piel hasta su Jaguar negro. Por un momento lo perdí de vista entre la humareda que levantó el coche al salir de allí a toda velocidad.

Por culpa de la visita al despacho del director, me había quedado sin comer. Ojalá me haya perdido también el recreo, pensé. Huesos rotos, narices rotas, almas rotas, espíritus rotos. Roto todo.

Me niego a que me rompan.

Al señor Hellman se le había ocurrido la feliz idea de colocar un banco en mitad del patio de recreo. A mí que no me cuente que no se le había pasado por la cabeza lo que podía ocurrir si alguien cogía aquel banco y lo colocaba de través en la esquina del patio. En fin, no había que ser un as en geometría para verlo venir. Los borregos se sentaban en el respaldo de madera del banco y así los maestros no se daban cuenta de lo que se cocía detrás. Allí, en el pequeño triángulo que quedaba por detrás del banco, el matón de turno se liaba a golpes con algún niño más débil que él, con alguno de los pequeños, o cualquiera que no encajara en el grupo, que destacara entre el rebaño.

Sin Hector allí para hacerle sombra, Hans Fielder había vuelto a las andadas. Él era quien llevaba la coz cantante. Mandó a sus secuaces que me rodearan y me llevaran a empujones hasta la esquina de detrás del banco.

—¿Para qué iba a querer un oficial hablar con un burro?

—¿Te refieres al hombre del abrigo de piel? —pregunté.

Noté que Hans Fielder estaba más tirante que la cuerda de un violín, dispuesto a saltarme a la yugular.

—¿A quién si no, imbécil?

Veréis, el caso es que Hans Fielder había mamado ansiosamente desde la cuna toda aquella patriótica leche borreguil. La señora Fielder tiene ocho, nueve, diez, once niños… no recuerdo cuántos, se me da fatal contar ovejas. Lo único que sé es que ella y su marido sobreviven gracias a los premios que reciben por apoyar a la Patria. Los dos se toman muy en serio su trabajo, que consiste en delatar a los buenos ciudadanos que no acatan la disciplina del partido. Sí, los Fielder tienen retoños bien alimentados y bien vestidos.

Es fácil distinguir a los padres colaboracionistas del colegio. Sus hijos visten con pantalón largo. Yo, como la mayoría de los niños del lumpen, llevo unos pantalones que en su momento fueron largos, pero se me fueron quedando cortos con el tiempo. Ahora los llevo cortados por debajo de la rodilla, las dos tuberías de tela están guardadas en el costurero de mi madre por si alguna vez necesito un remiendo.

Hans Fielder, con sus pantalones largos y el flamante blazer del uniforme, me empujó con violencia contra la pared del patio y volvió a repetirme la pregunta. Sus colegas hicieron corrillo alrededor.

Se liaron a darme golpes otra vez, pero no me defendí.

El abuelo me había dicho en una ocasión: «Pase lo que pase, Standish, no levantes los puños. Aléjate y punto. Si te expulsan de ese colegio, no sé…».

El abuelo no terminó la frase. No fue necesario.

Pero no podía seguir callado por más tiempo.

—La próxima vez que vea al del abrigo —dije—, quizá le cuente todo lo que sé sobre tu madre.

Hans Fielder dejó de golpearme.

—¿Tú qué sabes de mi madre? —preguntó.

—Que es una delatora, que se inventa historias, y por su culpa mandan a gente inocente a las granjas de gusanos… todo para que tú tengas pantalones nuevos que ponerte.

Conseguí que dejara de golpearme. La duda es un gran gusano en una manzana roja y fresca. No hacía falta ser un genio para saber quiénes eran ahí los verdaderos pardillos: Hans Fielder con sus sueños de grandeza y su panda de inadaptados. Eran una sarta de borregos todos ellos, la cuadrilla entera. Nunca cuestionaban nada. Entre todos ellos no había ni uno solo que perteneciera a la rara especie de los Preguntones, no eran más que borregos con las lanas blanqueadas y esquiladas. Aquellos tarados con la sesera marcada a hierro se creían muy listos, pero no se daban cuenta que, al igual que todos los que vivíamos en la Zona Siete, nunca llegarían a ninguna parte. La única salida que le deparaba el futuro a Hans Fielder era ser enviado a luchar contra los Obstructores, lo cual equivalía a entrar por tu propio pie en el crematorio. Pero él estaba en la inopia; aquello ni se le había pasado por la cabeza.

De manera que la paliza siguió su curso. Imaginé que mi carne era un muro. La parte de mí que está detrás de ese muro es inacosable, intocable, así que mientras me zurraban la badana, me dediqué a pensar con todas mis fuerzas en el hombre del abrigo de piel, imaginando el camino que tomaría a continuación aquel Jaguar negro. Lo vi, mentalmente, llegando a nuestra calle. No le sería muy difícil averiguar dónde vivíamos. Al fin y al cabo, en la calle solo quedaba una única hilera de casas en pie. Veía al hombre del abrigo de piel encontrar las gallinas, el televisor, lo veía empujar al abuelo hasta el sótano, y, lo peor de todo, descubriendo al hombre de la luna. Veía todo esto en mi cabeza como si me estuviera proyectando una película que terminaba mal.

—Standish Treadwell —gritó el señor Gunnell—, ¿qué haces ahí detrás de ese banco? Ya ha sonado la campana.

Ni la había oído. Tenía sabor a sangre en la boca; me palpé la nariz y pensé que al menos no estaba rota.