Veinticuatro

El día que el del abrigo de piel apareció en el colegio ya nunca podré olvidarlo. Pero no tuvo nada que ver con el lanzamiento del cohete a la puñetera luna. Entonces a mí ya me daba igual el asunto del alunizaje. De hecho, siempre me había dado igual. ¿A mí qué más me daba? Eso estaba hecho para gente como Hans Fielder y sus secuaces. Gente dispuesta a tragarse aquella puñetera patraña.

Yo y Hector preferíamos pensar en Juniper. Un planeta con dos lunas y dos soles. Habitado por gente amable, sensata y pacífica. Ellos sabían quienes eran los verdaderos alienígenas: los pulgones verdes y los del abrigo de piel. Todos ellos según Hector, procedían de Marte, el planeta rojo. Eran marcianos en la Tierra.

Yo estaba convencido de que lo único que teníamos que hacer era llevar un mensaje al planeta Juniper para que vinieran a rescatar al mundo entero, para que Hector y yo pudiéramos vivir en el mundo de las croca-colas. Se lo había prometido a Hector. Uno no falta a sus promesas.

Que se entusiasmaran tanto como quisieran todos los que tenían lavado el cerebro en la Patria con aquella misión lunar.

Yo no podía. ¿Por qué? Porque nosotros teníamos al hombre de la luna escondido en el sótano de casa.