El señor Gunnell me tomó manía, ya desde un principio. Mi ojos le revolvían las tripas. Una tara así ya era suficiente para que me hubieran vetado la entrada en el colegio, según él. Y eso que entonces él ignoraba todavía que yo no sabía leer ni escribir, al menos sin faltas de ortografía. Ese delicioso descubrimiento llegaría más tarde. En cuanto a Hector, también se le cruzó desde un principio por la sencilla razón de que mi amigo era perfectamente consciente de lo podrido que estaba en realidad su corazón.
A modo de castigo, el señor Gunnell nos mandó que nos sentáramos al fondo de la clase. Se creyó muy listo dando de lado a Hector. Pero a Hector no le podía dar de lado. Era demasiado visible, tenía demasiada presencia como para no prestarle atención. Hector le plantaba cara. Le decía: «Se equivoca, señor Gunnell, sumado no da esa cantidad, sino…».
Al señor Gunnell se le ponía la cara roja como la grana, tan roja como aquellas letras estampadas sobre la luna bajo las que se sentaba. Un día no pudo aguantar más. Enfiló hacia Hector —casi se oyó el arranque de los motores en aquellos tanques que tenía por brazos— y levantó la palmeta, sediento de carne en que hallar consuelo. El primer latigazo descargó sobre el hombro de Hector. Pero mi amigo ni rechistó, nada. Ni siquiera levantó las manos para protegerse. Se quedó quieto, aguantando el chaparrón, y miró fijamente al señor Gunnell con la fuerza huracanada de aquellos ojos verdes suyos que todo lo veían.
Aquella mirada dejó los brazos del señor Gunnell sin combustible, como os lo cuento. A chorros le caía el sudor mientras se volvía pasillo abajo, flanqueado por hileras de niños mudos de terror. Por el camino la palmeta se le cayó al suelo. Hector, con la sangre de la herida resbalándole por la cara, la recogió y la llevó hasta la mesa del señor Gunnell. El muy imbécil, eso sí que no se lo esperaba, ¿eh? No, demasiado ocupado palpándose el adhesivo del tupé y limpiándose el sudor de la frente.
Hector le dijo con toda calma:
—Se ha olvidado esto, señor —y seguidamente hizo restallar la palmeta descargándola con fuerza encima de la pila de cuadernos de deberes apilados sobre la mesa del maestro.
El señor Gunnell, creyendo que iba a atacarlo, se encogió y se llevo aquellos brazos tanque a lo alto de la cabeza.
Ni que decir tiene que nunca más volvió a tocar a Hector.