Veintidós

Habían mandado a Hector a mi colegio, a mi misma clase. Yo estaba loco de contento. En menos de una semana, mi amigo ya tenía a Hans Fielder y sus secuaces dominados.

Entonces era la señorita Connolly quien nos daba clase. Era buena persona, me había colocado delante, cerca de su mesa, y explicaba las cosas con paciencia. A la señorita Connolly tampoco le hacían mucha gracia Hans Fielder y su pandilla de capullos. Hector, en cambio, le cayó bien enseguida. Resultó que tenía una inteligencia cósmica, hablaba el idioma de origen si acento apenas y además tocaba el piano, pero de verdad, nada de aporrearlo con cancioncillas cursis. Tenía unas manos preciosas, los dedos largos, muy delgados y muy largos. En cuanto al resto de su persona, era larguirucho todo él y tenía un cráneo perfecto, no aplastado en la coronilla como un pescado. Sus cabellos eran de color rubio oscuro, muy abundante y lacio. Me encantaba aquel gesto que hacía para apartárselo de la cara.

Tristemente, la señorita Connolly desapareció por un agujero a mitad del primer trimestre. No hubo explicaciones. Nunca las hay. Nadie se ha atrevido a preguntar por qué. Desapareció de la noche a la mañana sin dejar rastro, sin una huella detrás que pudiera indicarnos hacia dónde había ido. ¿Lo veis? Morir y desaparecer son una y la misma cosa. Un asco las dos.

Y entonces fue cuando apareció el señor Gunnell. No traía consigo conocimiento alguno digno de ser aprendido. Solo propaganda. Un señor don nadie, eso es lo que era el señor Gunnel.

El primer día de clase ordenó a Hector que se cortara el pelo como mandaba el reglamento. Hector no le hizo caso. Porque el caso es que Hector era un fuera de serie, nada que ver con los demás. Sus ojos color verde mar podían reflejar una tempestuosa indiferencia. Siempre se las ingeniaba para que el señor Gunnnel repitiera lo que acababa de decir y así reparara en la vacuidad de sus propias palabras.

Al final resultó que nuestro nuevo maestro, con todo su fervor patriótico, no hablaba una palabra del idioma. Yo me reía para mis adentros. El señor Gunnel nunca acababa de entender los comentarios de Hector. Le ponía frenético que aquel niño tuviera que decir siempre la última palabra.