Solo tres semanas antes —tres semanas sonaba a un siglo—, Hector y yo planeábamos nuestra misión al planeta Juniper. Que los capullos aquellos se entusiasmarán tanto como quisieran con sus alunizajes; nosotros sabíamos que nuestra hazaña dejaría sus pasitos sobre la superficie lunar a la altura de un truco circense de pacotilla.
Al abuelo la misión lunar ni le iba ni le venía. «Menudo despilfarro —decía—, con la de gente que hay en la Tierra muriéndose de hambre». El abuelo era de otra generación. Había vivido las dos guerras y, mientras muy pocas cosas habían ido a mejor, montones había ido a peor. Según él, llevar a un hombre al espacio no iba a cambiar ni por asomo la situación. Hector y yo, en cambio, no éramos de la misma opinión ni mucho menos. Al fin y al cabo, ¿acaso no habíamos visto el futuro con nuestros propios ojos? Pues sí, por prohibido que estuviera, lo habíamos visto gracias que al señor Lush se las había ingeniado para montar un televisor, bueno, no solo para montarlo, porque muchas veces captábamos programas de la tierra de las croca-colas. El señor Lush era un puñetero genio.
Había un programa que a Hector y a mí nos gustaba especialmente. Lo presentaba una señora tan perfecta que parecía de plástico. Salía toda resplandeciente junto a un enorme frigorífico, en una cocina reluciente. Tenía los labios muy gruesos y las tetas en forma de cocos. Siempre reía. Así era como imaginaba yo a los Juniperianos. En aquel planeta viviríamos todos calentitos, a salvo, en nuestro propio sistema solar, sin chinches ni hambre. Apuesto que en aquel frigorífico había comida para todo un año, incluso más. Aquella señora tenía un nombre de cine, pero de cine del bueno. En la tierra de las croca-colas, «de cine» significaba «estupendo». Allí se lo pasaban de cine. Nosotros, no.
Aquella actriz era la favorita de Hector. Las imágenes salían en blanco y negro, pero a nosotros no nos engañaban: nosotros sabíamos que nuestra tierra prometida estallaba de color. Y que todo aquel color llegaría aquí en cuanto nuestro cohete aterrizara en Juniper, en cuanto nosotros dejáramos la primera huella en aquel lugar donde nadie había puesto el pie antes. En suma, aquel momento lo cambiaría todo. Pondría fin a la guerra. Sería un acontecimiento de tal magnitud en el ano de la historia que en sí mismo ya sería un antes y un después. Un acontecimiento tras el cual la gente diría: «¿Tú vivías antes de que descubrieran Juniper?». Aquel acontecimiento lo eclipsaría todo, alunizajes incluidos.
O eso pensaba yo tres semanas atrás.