Veinte

El del abrigo de piel tenía rayos X en los ojos. No me cupo ninguna duda, aunque no pudiera vérselos. Era como si te fulminara por dentro. De pronto comprendí lo que sentiría un pez si al mar le arrancaran el tapón.

De modo que sacudí las aletas, haciendo esfuerzos por salir a flote, y dije:

—Solo una vez. O dos.

El del abrigo echó un vistazo al papel que tenía en la mano y dijo una cosa muy extraña.

—¿Qué significa la palabra «eterno»?

A veces creo que los adultos están locos de atar. Como un cencerro.

—Significa que algo es para siempre, como nuestra excelsa Patria.

Añadí lo último como quien echa sal a las patatas fritas, no porque lo creyera, pero ¿qué más me daba? Yo tenía fe en la vida y algún día terminaría huyendo a la tierra de las croca-colas, aunque aquellos dos sabihondos no tenían por qué enterarse.

—¿Has visto alguna vez a alguien en ese parque?

Demasiado tarde, sentí las garras hundirse en mi carne y comprendí que mi presencia en aquel despacho no tenía nada que ver con la desaparición de Hector, ni con mis faltas de ortografía o con que no supiera leer ni escribir. Aquello no tenía nada que ver con que mi padre hubiera sido director del colegio, ni con mi madre, ni siquiera con las gallinas que escondíamos al fondo del jardín; no, aquello tenía que ver con algo mucho más preocupante.

Se trataba del hombre de la luna.