Diecinueve

—Standish Treadwell.

¿Por qué volvía a repetir mi nombre, y qué llevaba en aquella carpeta que tenía en la mano?

—¿Edad?

—Quince, señor.

—Quince.

Me estaba poniendo nervioso con tanta repetición. Miré al señor Hellman, pero no tenía intención de intervenir.

—Quince —repitió el del abrigo—. Sin embargo, escribes como un niño de cuatro años y lees como un niño de cinco. ¿Sabes cuál es el destino de los niños con impurezas?

—Sí, señor.

Sabía que te enviaban a otro colegio, lejos. Eso habían hecho con Mike Jones, el de las piernas raras. Nunca más lo habíamos vuelto a ver. El abuelo me había dicho que la señora Jones, su madre, que era viuda, casi se había vuelto loca desde su marcha. Pero eso me lo callé.

—Standish.

¿A qué demonios venía tanto repetir mi nombre?

—Es un nombre raro.

Qué mierda. Ya podían haberme puesto un nombre como John, Ralph, Peter, Hans… todo menos Standish.

—¿Y eso de Treadwell?

—Del País de Origen, señor —contesté.

¿Yo qué sabía? Era lo que me habían enseñado a decir.

—¿Tus padres han fallecido?

Bueno, fallecer no es que hubieran fallecido, pero no era momento de entrar en discusiones.

Sacó entonces una carta de la carpeta. Luego se volvió hacia el señor Hellman y se pusieron a hablar en la Lengua Madre.

En resumidas cuentas vinieron a decir que aquel refinado y elegante colegio en aquel barrio de mala muerte de la bombardeada Zona Siete nunca debería haberme admitido en sus aulas. ¿Cómo había podido pasar inadvertido durante tanto tiempo? Ellos daban por hecho que yo era tonto de remate, un caso perdido, pero entendí todo lo que decían.

—Progresó adecuadamente con la señorita… con su anterior maestra… —El señor Hellman comenzaba a sudar—. Y el padre de Treadwell fue director de este colegio antes de que llegara yo; además, su madre también daba clases en el centro. Después de que la señora Treadwell…

Esperé. Era todo oídos. ¿Iba a soltar lo que había ocurrido con mis padres? ¿Lo diría? No, porque era evidente que tampoco el señor Hellman las tenía todas consigo y aquel reloj, a fin de cuentas, era una baratija de cromo. Un reloj de cero quilotes, no como el del señor Lush. Yo no sabía que el oro se pesaba en quilotes. Ahora sí lo sé. Seguramente el que extrajo oro por primera vez se dio cuenta de que los kilos sonaban a poco para un mineral tan pesado y tuvo que inventar otra medida.

—¿Por qué es tan especial el día de hoy? —volvió a preguntarme el del abrigo de piel, pero esa vez más despacio, como queriendo recalcar algo. Debió de pensar que era idiota y así era como había que dirigirse a los idiotas.

Yo sabía perfectamente lo que aquel día tenía de especial. Jobar, dudo que hubiera una sola rata en todo el territorio ocupado que no supiera lo que aquel día tenía de especial; y no, no era el fiambre de lata rebozado.

Así que dije, muy ufano, como si fuera al volante de un Cadillac color de helado:

—Es jueves, 19 de julio de 1956, día del lanzamiento del cohete a la luna. Un día que marcará el inicio de una nueva era en la historia de la Patria.

Debí de hacerlo muy bien porque tanto el director como el del abrigo alzaron inmediatamente los brazos. El del abrigo, por lo que pude apreciar a través de aquella gafas con lentes como de calavera, tenía los ojos empañados casi.

—Correcto. Seremos la primera nación del mundo que realice esa hazaña, y con ello quedará demostrada nuestra absoluta supremacía.

Mientras hablaba, sonó la campana. Era la hora de comer.

—¿Has pisado alguna vez el parque que hay detrás de tu casa?

Se me ocurrieron toda clase de respuestas posibles. Mentiras todas ellas. Pero seguía sin saber por qué me habían enviado a aquel despacho.

—No, señor, está prohibido.