El señor Hellman empezó a juguetear con los dedos. Tenía pelos en el dorso de la mano. Pero negros como patas de araña.
Pero ese era un detalle secundario, una tontería que me llamó la atención, como el reloj mismo. Porque, veréis, el caso es que había algo en aquella escena que no me cuadraba pero nada de nada. Para empezar, el gallito del director no parecía darse ni pisto ni aires. De hecho, más bien parecía un zepelín deshinchado, sin una gota de aire dentro.
Mi estómago encogido me decía que el tipo del abrigo de piel estaba en aquel despacho por mí, y me puse a darle vueltas a la cabeza a toda velocidad, pensando en qué clase de lío me habría metido. Pasé lista.
¿Sería por el televisor que habíamos devuelto?
¿Por las dos gallinas que escondíamos al fondo del jardín?
¿Tendría algo que ver con Hector?
—¿Standish Treadwell? —preguntó el del abrigo de piel.
Asentí con la cabeza. Y me cuadré, vaya si me cuadré.
—¿Sabes qué día es hoy?
Pues claro que sabía que día era: era jueves, y esa noche íbamos a cenar fiambre de lata rebozado, además de aquel par de huevos que teníamos reservados para la ocasión. Pero yo sabía lo que el del abrigo quería que dijera; quiero decir, que había que ser muy pero que muy tonto para no saber que día era.
Así que no dije nada.