Salté como un cohete del asiento al oír el timbre. Me atusé el pelo, inspiré hondo, llamé con los nudillos a la puerta y pasé. El señor Hellman estaba de pie. Le oí dar un taconazo, aunque no le vi los tacones porque se los tapaba el escritorio.
Luego el brazo se le disparó hacia arriba, recto como el tablón de un andamio, y dijo, con ojos repentinamente vidriosos:
—Gloria a la Patria.
Yo levanté el brazo de mala gana —o hice como si lo levantara— y luego oí una tos. Pero el señor Hellman no había tosido. La tos venía de un hombre sentado en un rincón de aquel despacho, un hombre que llevaba un abrigo negro de piel. Parecía como si lo hubieran sacado de un estuche de geometría, todo él triángulos y ángulos rectos. Un sombrero le ocultaba la cara. Pero no lo llevaba ladeado con gracia, como suelen en la tierra de las croca-colas. No, era un sombrero afilado como una navaja, con un borde capaz de rebanar una mentira en dos. Llevaba unas gafitas de sol con montura negra que le cubrían solo las órbitas de los ojos. El despacho del señor Hellman estaba en penumbra, y pensé que con aquellas gafas no debía ver gran cosa. Cantaba como una almeja en un armario, no os digo más. No estaba allí en son de paz, eso desde luego, pero tampoco supe adivinar en son de qué.
¿Qué hará aquí este hombre?, me pregunté. Pensé que quizá hubiera venido para echarle un ojo al señor Hellman, pero lo dudaba. Lo único destacable en la persona del señor Hellman era aquella baratija de reloj cromado que lucía en la muñeca. Esos relojes los daban como premio a las parejas que habían tenido ocho o más hijos. Veréis, en la Zona Siete nadie llevaba reloj de pulsera a menos que fuera alguien importante. Todos los demás ya hacía tiempo que habían vendido los suyos en el mercado negro. ¿Qué cómo sabía yo que el reloj del señor Hellman era una baratija? Pues no lo sabía, lo descubrí cuando vi el reloj del señor Lush. El reloj que nos salvó la vida.
El invierno anterior había sido el más frío que recordaba, en toda mi vida. El abuelo decía que nunca había vivido un invierno tan crudo, y eso que él había vivido unos cuantos. La venganza del General Invierno lo llamó. Ni que decir tiene que dicho general no estaba de nuestro bando.
De no haber sido por el reloj del señor Lush, la habríamos palmado. Nos quedaba un solo cirio con el que alumbrar la casa y, para comer, solo unas mondas de patatas. Una mañana, en la que hasta el váter se había congelado, estábamos todos sentados alrededor de la mesa de la cocina; el abuelo cavilaba sobre qué otra cosa usar a modo de leña para que no se nos apagara la estufa, cuando el señor Lush abandonó repentinamente la habitación. Luego lo oímos sobre nuestras cabezas, levantando los tablones de madera del suelo. Yo pensé que, si recurríamos a eso, se nos caería la casa encima. La señora Lush estaba muy silenciosa. Se retorcía las manos una y otra vez. Cuando el señor Lush regresó a la cocina, le entregó algo al abuelo envuelto en un trapo.
—Ya sabes lo que tienes que hacer con él, Harry —le dijo en voz baja.
El abuelo lo desenvolvió cuidadosamente. Jobar. Qué destellos lanzaba el reloj aquel, una estrella parecía. Resultaba que era un reloj de oro auténtico, macizo como un tronco.
El abuelo le dio la vuelta al reloj. Observó detenidamente las inscripciones en la parte de atrás, pero no dijo nada. El señor Lush estaba pálido de preocupación, y noté que la señora Lush no respiraba.
Al cabo de una eternidad, el abuelo dijo por fin:
—Si conseguimos borrar la inscripción con una lija o algo, nos sacará de la cárcel.
El señor y la señora Lush dejaron escapar un hondo suspiro y asintieron con la cabeza.
—Gracias, Harry —dijo el señor Lush.
Después le pregunté al abuelo qué llevaba el reloj escrito al dorso. Pero no quiso contestarme.
Aún nos sobraba algo de harina, arroz, avena, aceite de parafina y jabón, todo comprado en el mercado negro. Por eso sabía yo que el reloj del señor Hellman no valía nada. Ni para comprar una vela con la que alumbrar su tumba le habría servido.