Condujimos a los Lush a través de la Calle Sótano, de camino a nuestra casa. Cuando vieron lo ordenada que tenía el abuelo la cocina, se quedaron maravillados. El abuelo se las había ingeniado para sobrevivir divinamente. Nada se desperdiciaba, todo se recogía y se apilaba con orden de bibliotecario. Lo ayudé a poner la mesa, con todos aquellos objetos resquebrajados, rotos, reparados, resquebrajados, rotos y reparados de nuevo hasta que habían adquirido originalidad propia.
—Standish —me dijo—, el licor de endrina.
Al oírle decir eso, comprendí de inmediato que los Lush le inspiraban confianza. Aunque él nunca dijo ni diría nada por el estilo.
Nos sentamos todos alrededor de la mesa. El abuelo y yo dimos cuenta de la sopa y rebañamos los cuencos con el pan, un pan que habíamos hecho nosotros mismos. Cuando levantamos la vista, los Lush aún no había probado bocado.
—Es sopa fría de pepino —dijo el abuelo—. El pan lo he hecho yo mismo esta mañana. Coman.
—¿Está seguro de que quiere compartir esto con nosotros? —dijo la señora Lush, el rostro traslúcido, los ojos como peces, nadando en charcos de lágrimas.
—Sí —contestó el abuelo—. Los sacará de la cárcel.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el señor Lush.
—Que impedirá que se mueran de hambre —respondió—. Si están en la Zona Siete será por algún motivo. No necesito saber cuál. Si nos enfrentamos los unos a los otros y todos ustedes mueren, habrán ganado ellos. Cuanto más unidos estemos, más fuerza tendremos.
—Usted sabe que no todos están de acuerdo con lo que se está haciendo en nombre de la Patria —dijo el señor Lush.
—Por supuesto —afirmó el abuelo.
—Pensamos que sospecharían de nosotros, que nos tomarían por informadores.
—Coman —dijo el abuelo. Levantó la copa—. Hagamos un brindis: por los nuevos comienzos… y por los alunizajes.