Catorce

No nos llevó mucho tiempo recoger lo que necesitábamos de casa, que consistía fundamentalmente en el revolver de papá. Era un arma con silenciador, todo un lujo, robada a un pulgón verde muerto. Subimos otra vez a la que antes había sido mi cocina. Esa vez el abuelo no llamó a la puerta. El señor Lush vio la pistola y corrió al lado de su mujer.

Hector sonrió.

—¿Va a matarnos? —preguntó, con toda calma.

El abuelo no estaba acostumbrado a mostrarse educado, y los formulismos le traían sin cuidado. No contestó, apuntó con la pistola y disparó contra la primera rata, que corría pegada al zócalo de la cocina, luego contra la segunda, después contra la tercera… no dejó de disparar hasta que hubo matado a siete cochinas ratas.

Al abuelo le importaban los números. Siete ratas muertas era una cantidad que el rey de las ratas valoraría. Matas una rata y toda la familia viene a por ti; matas siete y enseguida captan que la cosa va en serio.